Beatriz Suárez-Vence Castro
Sufrimiento ajeno
Hay una parte peligrosa en el ser humano cuando es inmune al sufrimiento ajeno.
Esta falta de empatía parece aumentar en las sociedades a las que llamamos evolucionadas donde predomina la competitividad y el pragmatismo. Ambos conceptos no son de por sí negativos pero, como tantas otras cosas, los humanos nos hemos encargado de moldearlos a nuestro antojo. De pervertirlos.
Competitivo significa para nosotros pasar por encima de cualquiera sin con ello conseguimos ganar.
Dejar al enemigo desangrado en la cuneta viene a ser en la sociedad moderna la competencia desleal, el desvío de clientes, el abuso a los empleados, los negocios piratas.
El empresario o empleado honesto es ahora el tonto del pueblo.
En medio de esa borrachera de falta de valores en el que quien participa de ella se va creciendo porque la sociedad lo jalea en lugar de castigarle, donde el grito y la palabra soez han matado la retórica, donde lo útil ha sustituido a lo bello y a lo noble, la Naturaleza se ha convertido en otro campo de abuso.
Hemos perdido también el respeto al lugar de donde todos venimos: la tierra. Ya no se cuida. Las profesiones del campo casi han desaparecido. Utilizamos los ríos y el mar como vertederos. Quemamos los montes. Y, sobre todo, maltratamos a los animales con la mayor impunidad.
En ocasiones es un maltrato bienintencionado, creyendo que les damos lo mejor, les humanizamos: los encerramos en pisos, los vestimos, les enseñamos cosas que no quieren aprender: a rodar sobre sí mismos, a traernos las zapatillas. Ellos obedecen por complacernos, porque son mucho más generosos que nosotros pero no porque lo disfruten. Los animales son el último reducto de la nobleza de corazón.
Ahora que Pontevedra está a punto de disfrutar de sus fiestas grandes, sigue habiendo una parte de ellas que, en nombre de la tradición, perpetúa el sufrimiento ajeno, más ajeno que cualquier otro, porque desde el prisma de nuestro egoísmo racional nunca lo podremos experimentar, como seres superiores que creemos ser: el sufrimiento de un animal.
No seré yo la que me posicione al lado de la política de Fernández Lores porque en mi opinión ha convertido a Pontevedra, con sus desproporcionadas aceras, en una gigantesca plaza de pueblo donde se juntan peatones, vehículos, sillas, mesas y bancos. Sin carriles bicis, saturada de rotondas, badenes y bolardos, sin espacio para que una ambulancia o un camión de bomberos puedan maniobrar; sin autobuses, saturada de rotondas, badenes y bolardos. El rural apenas tiene servicios y los comercios locales cierran. No hay apenas espacios verdes ni parques para perros.
Es cierto que el turismo ha aumentado. Pero es gente que viene, pasea y se va. No se desplaza desde su pueblo para venir a trabajar todos los días. Dejan un dinero que llega fácil y se va fácil.
A pesar de todo ello no puedo dejar de apoyarle en su decisión de nombrar Pontevedra ciudad antitaurina.
Tengo amigos que van a la plaza y disfrutan y este hecho no cambia mi amistad porque no les hace malas personas ni mucho menos asesinos, como los radicales antitoreo sostienen. Pero los amigos que asisten al coso valoran más lo que ellos llaman arte, o incluso la parte social de las corridas de toros: ese ver y dejarse ver, que el sufrimiento de un animal. Por eso no puedo estar de acuerdo con ellos.
Uno de los argumentos que exhiben los aficionados a la Tauromaquia es que el toro de lidia nace para morir en la plaza. Suponiendo que alguien pueda decidir el destino de otro ser vivo, ello no implica que deba sufrir antes de hacerlo, simplemente para dar espectáculo, para que el torero se luzca y el público disfrute. Para ellos se trata de un combate en el que al animal se le da la oportunidad de defenderse, hiriendo o matando al torero. Pero no es un combate de igual a igual. La única arma que el toro tiene son los cuernos.
Comienzan picándole desde arriba, con otro animal, el caballo, como escudo y de manera que el toro está indefenso para embestir. Continúan picándole en tierra y cuando las banderillas le han hecho perder la sangre suficiente como para debilitarle, empiezan a torearle. El toreo no es noble, no es bello.
Los defensores de la lidia argumentan además que los animales que nos comemos quienes no somos veganos también sufren y no protestamos por ello. Es cierto. Aunque los que defendemos los derechos de los animales, sin llegar a profesar el veganismo, comemos su carne, nos preocupamos de que el sufrimiento haya sido el mínimo y de que las condiciones en que se crían y se transportan sean las mejores posibles para el animal. Hay quien ve cinismo en esto porque finalmente el animal acaba muriendo.
Sin embargo para mí hay una diferencia fundamental entre comer carne de un animal y torearle. Lo primero se hace para alimentarse. Lo segundo, como entretenimiento.
En el primer caso intentamos que sufra lo mínimo posible. En la Tauromaquia nos recreamos en el sufrimiento de un animal y lo adornamos, en nuestra insoportable suficiencia, con un calificativo que no merece: Arte.