Carlos Regojo Solla
La escupidera
- Premio !, grito Luís, el barbero, girándose levemente mientras seguía arreglando el pelo a un rapaz sentado en la vieja silla de barbero.
A Luís le jodía que la gente no acertara y dejase el esputo medio adentro medio afuera, resbalando desde el borde por las paredes exteriores de la escupidera. Cuando escuchaba el arranque del proceso de la extracción de la flema, ese ruido volcánico producido en la primera fase de la inspiración, sus sentidos se ponían alerta, y, si estaba trabajando, inconscientemente giraba la cabeza para ver la fase final del lanzamiento en tanto el sujeto causante procedía a la ejecución de la expiración gutural y ruidosa de la extracción interna del moco, previa a la expulsión final ( no siempre procedía la primera fase). Con alguno de estos ruidos, pocos, se relajaba un tanto porque le eran conocidos y sabía que el sujeto de procedencia, en este caso Berto, raramente fallaba. El caso es que aquella manera de alivio, la tos, esa tos amarrada, era habitual en una parroquia atascada por el tabaco en picadura y los continuos resfriados de unos hombres que a diario y durante inviernos interminables en los que llovía a baldes, vestían las mismas prendas húmedas que olían al humo de lareira y que apenas sacaban de encima en todo el año si exceptuamos los respectivos días de fiesta local dedicados a la virgen o santo patrón del lugar en que vestían el único traje chaqueta, siempre el mismo, con cuello brillante por el sebo y olor a naftalina que tenían reservado, como oro en paño, para ocasiones muy especiales y con el cual solían vestir de cuerpo presente en su momento y que sacaban al difunto, antes de enterrarlo, para venderlo como prenda muy cotizada en tiempos difíciles. A este aspecto se le unía una escasa y poco variada alimentación, todo lo cual establecía una calidad de vida pobre que situaba el encuentro con la parca alrededor de un promedio entre sesenta y cinco a setenta años. Pues bien, cuando alguien no acertaba plenamente en el recipiente metálico, Luís, con sorna, dirigiéndose al mal tirador, decía:
-Llévalo a casa, amigo!,- o que te lo calibre la parienta.
Con aquello quería decirle al interfecto que asumiera de un trago lo que iba a expulsar o bien que lo depositara en el pañuelo, grande y descolorido, que todos solían llevar en el bolsillo y que al final del día o al del siguiente terminaban en el cesto de mimbre para la ropa sucia que las mujeres lavaban en el río a golpe de mojar y enjabonar aquellas flemas resbaladizas que se resistían a abandonar el paño para marchar corriente abajo flotando y sobre las que se posaban enseguida variedad de insectos camino de los remansos trucheros de más abajo.
Como no podía ser de otra manera, Luís era un barbero con gran mano izquierda. Literalmente. Tenía la habilidad de un zurdo sin serlo y cuando afeitaba o cortaba el pelo, en lugar de moverse en distintas posiciones según el lado del cliente que estuviera atendiendo, cambiaba la posición de la navaja o tijera a la mano correspondiente, movimiento que hacía acompañándolo de un taconazo con el pie del lado en que iba a actuar. Al principio era un espectáculo y con ello se había corrido su fama y logrado una buena clientela. Pero es que también era un selectivo conocedor de temáticas para la conversación individualizada o general, actuando en esta última como un moderador nato cuando se daba el caso y el local estaba lleno de clientes y/o tertulianos, cosa muy frecuente: política de las alcaldías propias y vecinas, fútbol, caza, pesca, regadíos, alguna defunción, …, temas todos ellos tratados con propiedad entre afeitados, corte de pelo y poco mas, pasando un invierno tras otro, envejeciendo amablemente, siempre los mismos y a veces alguno de menos.
Aquella mañana, cerca del mediodía, con la afluencia de costumbre Berto entró más jovial que otras veces. Hacía algún tiempo que no aparecía por la barbería y se rumoreaba que había estado hospitalizado. Su aspecto, pese a su jovialidad, no era bueno. Estaba más delgado, falto de color y tenía un brillo cristalino en sus ojos. Luís le espetó:
- Coño, Berto. Por dónde te mueves últimamente?. Dichosos los ojos!!
- Nada, Luís, nada, - Todo bajo control- respondió el aludido en tanto que los parroquianos disimulaban bien haciendo que leían el periódico o alguna de las viejas y sobadas revistas que llevaban sabe Dios cuánto tiempo encima de una pequeña repisa de cristal. Se había hecho un silencio pegajoso que fue roto por una tos que arrastró una de esas competitivas flemas que acababan en la escupidera. Todos identificaron la procedencia. Esta vez el sonido del aterrizaje indicó fallo. Las miradas, se izaron y se dirigieron hacia el receptáculo. Berto no había acertado y un amasijo de mucosidad y sangre resbalaba por el exterior metálico de aquel invento impensable.
- Coño, Berto, … No te preocupes, amigo. Un fallo lo tiene cualquiera, -dijo Luís.
Todo pasa y la barbería también.
Un día en una romería dedicada a una virgen muy milagrosa me encontré uno de esos puestos en los que se combinan trastos viejos: monedas, llaves, cerraduras, máquinas de coser, balanzas romanas … Entre tanta variedad de objetos, en una esquina, me encontré una escupidera tal cual la del relato. La adquirí sin regateo y así, sin limpiar la puse en una esquina del salón de casa donde permanece desde entonces. Puede que sea la misma, puede que no, pero al verla me entran ganas de usarla aunque nunca lo haga.
Que ¿quién soy yo?. Recordad aquel rapaz que atendía Luís al principio del relato.
Carlos Regojo Solla