Carlos Regojo Solla
Ata una cinta amarilla...
Siempre estoy para hacerlo, y mi intención acrecienta últimamente que paso con más frecuencia por su lado. Hace unos días me pareció verle algo pachucho, un poco más agostado de lo que debiera estar para el mes que usamos. La verdad es, que aquel desvío obligado de tráfico por unas obras interminables, -cuando llevo a Nuba, mi mascota, a "reponer los fluídos que marcan su territorio"-, de hace días, motivó un poco más mi conciencia hasta el punto de hacer efectiva la parada. Pasa con todo, o eso creo; caes en la cuenta de que tienes que hacer algo que hace tiempo no haces y, en tu cerebro, vas acotando los tiempos inconscientemente hasta que concluyes un día ese trabajo pendiente, lo cual te deja satisfecho. La mía, mi tarea debida, era cumplir un rito.
Debo atar una cinta amarilla alrededor del viejo roble; una por cada vez que me acuerde de él, antes que sucumba herido por la propia longevidad que lo ubica, vivo aún, automutilando por cansancio sus ramas exteriores más gruesas que le pesan como menhires, con los primeros vientos de otoño, sacando, pese a todo, la fuerza de sus nuevos brotes cada primavera con el esfuerzo del portaestandartes que arrastra con su bandera, en el descreste suicida de la contienda de la vida, la conciencia de la tropa más pusilánime.
Lo recuerdo desde siempre, (desde mi siempre), y, al volver a verle pienso si realmente lo noto viejo o tan solo cambiado porque también sea posible que lo que haya cambiado sea el enfoque en mi mirada y él siga siendo aquel al que yo trepaba en la infancia haciendo presa y apoyo en sus nudos como enormes ojos, para esconderme entre su ramada gruesa e intrincada y sentarme en las cuevas de su vientre horadado cual atávico "castrexo" entre "vacalouras" de un negro azabache que tornan azul metalizado al emprender vuelo, viendo pasar, a sus pies y a los míos, la fiesta ancestral repetida en faroles de carburo y puestos de rosquillas ensartadas en un largo palo de sauce rematado en gancho para evitar su caída. Fiesta apoyada en recuerdo de mil y un romero acogido a su sombra generosa que puede también estén en el disfrute sin ser vistos.
El "gran bonsai" cobija bajo sus ramas la capilla de la santa, que le da su apellido, o su nombre - según se mire-, ubicada al final de una cuesta por la que, en noches de verbena se oían ya los "mariachis" de la viejas orquestas, que la festejaban antaño, iluminadas con sencillas hileras de bombillas patéticas de luz amarillenta y débil que hacían sombras de "lareira", como "vagalumes engaiolados" en pompas de cristal, en noches de verano, alrededor de un palco endeble de tablas mal sostenidas entre viejos muros de "leiras" con parras de un "catalán" que te hacía lagrimear por su acidez cuando abrías la pipota en el nuevo de enero, aquel vino fresco, de un blanco rosado y espumoso que olía a frutas. La misma cuesta por donde previamente había pasado en procesión, acompañada por un San Roque que llevaba entre las manos un grande y hermoso racimo de uvas, milagrosamente conseguido para la estación agrícola en el momento del festejo; talla ésta del S. Roque propiedad de la familia Mariño Guzmán,( Joaquín y Peregrina y mi amigo José Benito, hijo de ambos), que cedía para el momento,(poseedores también de una preciosa espingarda llena de ricos arabescos en plata, y de una enorme navaja faca que, incluso envainada, sobrepasaba nuestra estatura; armas que José Benito me enseñaba, con gran secreto, hace tanto tiempo, en la casa familiar sita en el borde mismo del Camino Viejo de Castilla; gente amiga de infancia cuya referencia perdí hace años consciente e inconscientemente, por razón de edad y lejanía.
Las dos imágenes, luego de estar expuestas un par de días en un bajo de otra familia, a un kilómetro de distancia de su destino religioso, salían en procesión juntas, acompañadas de banda de música y mucha gente, recorriendo el pequeño trayecto hasta la capilla de la santa donde permanecían en tanto duraran los festejos. El recorrido se realizaba entre gran aparatosidad de cohetería que la chavalada solía aprovechar par recoger las cápsulas de caña de los cohetes, el tubo propulsor reforzado por un cordel fuerte y seboso que, una vez recogido se aprovechaba para volar aquellas cometas caseras que resistían los vientos fuertes de infancia sin doblegarse; cordeles por los que enviábamos "cartas" desde tierra, pequeños trozos de papel que se deslizaban desde el puño hasta la cometa; cordeles muy solicitados incluso para atar las ristras de chorizos de la matanza o el cosido de calzado.
Hace unos pocos otoños recogí unas landras a sus pies. Las planté en unas pequeñas macetas y algunas germinaron con normalidad aunque no fueron viables en un trasplantado posterior. Este otoño, si los dioses de los árboles y más concretamente el de los robles, me lo permiten, volveré a intentarlo. Mientras tanto, como recurso sentimental ataré una cinta amarilla alrededor del viejo roble, remedando lo más fielmente posible la intención a la que lleva la letra del viejo clásico. Espero sea la primera de un larga serie de ellas, imaginadas con intensidad nueva, que conduzcan a evitar el olvido de un ser vivo que se resiste a morir.
Carlos Regojo Solla.