Paco Valero
El placer de leer
Gerard ter Borch, Pieter de Hooch, Joannes Vermeer y otros grandes pintores flamencos compusieron cuadros tan seductores de mujeres leyendo que otros artistas posteriores los imitaron, aunque en vez de leer cartas o la Biblia, les pusieron un libro entre las manos. ¿Por qué se sintieron interesados por tal motivo artistas tan diferentes como Monet, Manet, Matisse, Fragonard, Fantin-Latour, Corot, Léger, Picasso y Botero, entre muchísimos otros? La respuesta a la pregunta es la atmósfera de los cuadros, el ensimismamiento de las mujeres, la paz y la concentración que transmiten. Recrear ese instante de distanciamiento y eternidad es lo que pretendieron estos artistas.
Pocas actividades, si es que hay alguna, generan momentos parecidos de intimidad intensa y relajada. Todo cuanto pasa, ocurre dentro de la persona, el resto es accesorio; pueden estar leyendo en la cocina o en un prado, en un butacón mullido y con aparatosos almohadones o en la cama más austera, como ocurre en los cuadros. Recuerdo incluso una instantánea de la actriz británica Emma Thompson, más hermosa que nunca, leyendo un libro de bolsillo en el Metro de Londres, abstraída y ausente de todo, que transmitía la misma sensación. Nada había en aquel vagón salvo ella y el libro. O como diría con precisa poesía Marguerite Duras, era como si la noche se hubiera instalado alrededor del libro. Porque esa es otra cualidad de la lectura ensimismada. Es igual que lo hagamos a pleno día o en un atestado autobús, el momento que creamos y vivimos tiene la calidez y singularidad de la noche: estamos solos, iluminados por lo que estamos leyendo. Son momentos de gracia que todos los lectores hemos saboreado y que, por sí mismos, son una invitación permanente a la lectura. Pero no leemos sólo por eso, por abrir un paréntesis en nuestra vida o aislarnos de lo que nos rodea. Lo hacemos porque la lectura nos acerca a algo único: la experiencia de otro. Con la lectura crecemos.
Como dijo Borges, el libro es el único instrumento inventado por el hombre que no es una extensión de su cuerpo: "El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de su voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es extensión de la memoria y de la imaginación". Con el libro nos proyectamos más allá de nosotros mismos y accedemos a territorios ignotos o lejanos creados por personas que sentimos hermanadas a nosotros. Por eso los devoramos cuando somos adolescentes, años en los que nuestros deseos crecen sin parar, aunque no entendamos del todo lo que estamos leyendo. Es lo de menos, porque acaba calando en nosotros. La lectura tiene entonces algo de iniciación en un secreto: las palabras que no podemos decir, las dudas que nos avergüenzan, los deseos que nos atormentan... se hacen reales cuando las escuchamos en boca ajena o las vemos negro sobre blanco en libros que descubrimos por nosotros mismos o porque llegan hasta nosotros de manos amigas. Es una iniciación que hoy se da preferentemente por otros caminos. Los videojuegos, internet, las redes sociales, la música... han sustituido al libro como opción de entretenimiento y cauce de maduración, y es inútil lamentarse. Todo ayuda al joven a formarse y darse al mundo, y todo tiene sus peligros; la lectura también: algunos libros han incendiado almas y países. Pero hay una diferencia importante: la lectura nos vuelca hacia el interior, mientras que los demás medios nos exhiben o proyectan al exterior. De lo primero andamos faltos, de lo segundo, sobrados.
Virginia Woolf decía que leer un buen libro era como operarse de cataratas: «Después de leerlo vemos con más intensidad; el mundo aparenta haberse despejado del velo que lo cubría y haber cobrado una vida más intensa». Hoy ese velo es seguramente mayor que nunca, saturados como estamos de información. La realidad se ha hecho tan compleja, está tejida con tantos hilos, que no basta con tirar de uno de ellos. Todos necesitamos ayuda para orientarnos en ella. Ninguna sabiduría puede pretender abarcar hoy la total comprensión de lo que nos rodea. Lo pudo conseguir Goethe en su tiempo; hoy sería imposible. Pero toda sabiduría sigue encontrando en los libros el cauce sereno para llegar hasta nosotros. Un cauce que es como nuestro ADN espiritual porque a él han ido a parar las grandes tradiciones orales del principio de los tiempos históricos y todo lo que ha manado de ellas: el poema de Gilgamesh, los Vedas, el Mahabharata, la Ilíada y la Odisea, los profetas, los filósofos de la Antigüedad, la Biblia, los cantares de gesta Y, cómo no, el hombre moderno, que ya no se define por la colectividad, sino que echa la mirada a su interior para buscarse y revelarse a los demás: Montaigne, Cervantes, Shakespeare, Flaubert, Dostoievski, Kafka, Proust...
Los ojos con que miramos el mundo son los suyos. Los de los desconocidos narradores que al calor del fuego contaban las hazañas del héroe Gilgamesh durante las noches estrelladas y los del niño Proust que esperaba ansioso el beso de su madre antes de dormir. Pero los nuestros son también ojos diferentes, porque al leer, interpretamos, relacionamos, valoramos, almacenamos, olvidamos Cada lector modifica el libro porque lo pone en relación con su experiencia y conocimientos. Los pocos lectores que Kafka tuvo en vida valoraron el lado cómico de sus escritos; después de los regímenes totalitarios, del Holocausto y de las grandes guerras del siglo XX, de las mismas narraciones se hicieron lecturas más oscuras... Para unos es un escritor existencialista y para otros un profeta de los nuevos tiempos, para muchos un poeta del absurdo y para algunos casi un místico judío que escribió parábolas para hallar a un dios que se esconde detrás de la Creación. Es una labor que no cesa, una re-creación permanente. Y de la misma manera que no hay una lectura única, tampoco hay un lector unidimensional, limitado o concernido por un solo tipo de lecturas. El lector, como decía Virginia Woolf, acabará encontrando sus libros.
Mucha gente apenas lee y no por eso es menos inteligente o feliz, dirá alguno. Y tiene razón. Pero se privan de un placer único y suelen tener una vida menos "ancha", menos dilatada en experiencias y en posibilidades de fruición. O como recuerdo haber leído alguna vez, puede aprenderse directamente de la vida, pero de esa manera es fácil que no se pase del prólogo de la existencia.
La lectura siempre revierte en ti y conforme pasan los años y se van apagando la juventud, es un refugio seguro donde ser dichoso. Un placer hedónico, como lo ha llamado el crítico Harold Bloom, que no necesita justificación.
23.04.2013