Beatriz Suárez-Vence Castro
La sopa
Ayer vi un video espeluznante. Estaba la familia real (la nuestra, la de todos los españoles hasta que triunfe Torra) haciendo una representación más falsa que un euro de latón alrededor de la mesa en lo que se suponía un almuerzo familiar.
Llegó la comida para los cuatro: una sopa de rancho, como son todas las sopas militares: oscuras, con más verdura que líquido, apiñados los vegetales unos contra otros buscando sitio en el plato.
La infanta Sofía, mucho menos experta en el arte del disimulo que la pobre princesa Leonor que aguanta carros y carretas, puso una cara de espanto igual a la de cualquier niño occidental al que le plantan "eso" delante, dejando bien claro al espectador que no es lo que se suele comer en casa. Luego se recompuso y agarró la cuchara introduciéndola discretamente por las esquinas del plato y haciendo que comía.
Su hermana, a la que admiro profundamente después de que demostrase tener unos nervios de acero en la Catedral de Palma, fue más aguerrida y metió la cuchara entera, llevándosela luego a la boca. El mejunje debía de estar hirviendo porque se quemó, quejándose abiertamente. Justo en ese momento su madre se cargó todo aquello que se consideran buenas maneras en la mesa sin necesidad de vivir en un palacio: - Pero hija, ¡sopla!- , le espetó a la niña.
La frase solo está un escalón por debajo de aquel histórico: - Andreíta , ¡cómete el pollo, coño!, perpetrado por Belén Esteban, considerada por algunos también princesa.
Leonor, que nunca me ha defraudado por el momento, hizo caso omiso de su madre y siguió a lo suyo.
Llámenme tiquismiquis por fijarme en estas cosas, pero vamos mal. Ya lo tenemos fastidiado los que intentamos que las nuevas generaciones se comporten en la mesa, como para que la reina de España meta la gamba de esta forma.
El problema de Leticia es el mismo que tienen muchos españoles que, habiendo llegado a donde querían sin preocuparse por saber estar, se ponen el mundo por montera.
Hace no muchos años las familias españolas presumían de educación, ahora lo hacen de ordinariez.
La buena educación, que no tiene nada que ver con la cursilería o el pijerío de algunos, en el fondo no es más que el vehículo de la civilización para hacernos a todos la vida más agradable. Y eso no significa tener aires de grandeza, si no sentido común.
Esto se nota cada día en el repertorio de vecinos que a la mayoría nos han tocado en suerte: el aficionado al bricolaje que se ejercita a la hora que le sale de los mismísimos, que suele ser la misma del que cuelga los cuadros o cambia los muebles de sitio. La que no quiere bajarse de los tacones y vive para destrozar sus pies y nuestros oídos. Los padres que les piden a sus hijos que no griten, gritándoles más alto. El que sale de casa dando tal portazo que los cimientos del edificio y tu sofá tiemblan como si hubiese un terremoto de cuatro grados en la escala Ritcher. A los cinco minutos se da cuenta de que se ha olvidado el móvil y vuelve a dar otros dos portazos. El que deja la basura en el rellano con un perfume que resucita a un muerto.
En la calle la cosa no mejora mucho: quien escucha la música en el coche como si fuera Dj de Pachá, el que no recoge la caca de su perro, el que deja que su niño o niña casi te meta el dedo en el ojo y además lo encuentra graciosísimo, el campeón de lanzamiento de escupitajo, el que se cuela en el supermercado… y así podría seguir hasta el infinito y más allá con la ayuda de quien me lea, al que seguro que se le ocurren unos cuantos ejemplos más.
El pasado sábado se celebró A Feira Franca en Pontevedra. Anteriormente las peñas taurinas salieron de fiesta.
Ambas ocasiones se han convertido en la disculpa perfecta para dejar las calles como un estercolero de residuos y fluidos varios, para impedir a los vecinos aparcar en sus garajes, para llenar la atmósfera de humos sin control, para hacer desfilar animales con un calor de 37 grados sin darles agua.
Lo más grave de este extraño régimen de barbarismo es que su tan cacareada libertad de expresión solo existe para el bárbaro. Como se te ocurra protestar, van y te parten la boca.
Igual estoy hecha una cascarrabias, en el limbo de lo que llaman mediana edad, no crean que no me lo he planteado porque empiezo a no verme bien ni con vaqueros de joven ni con falda de señora – esa extraña desazón- pero la vida ya es suficientemente complicada a veces como para que nos empeñemos en dificultar la convivencia.
Nada tiene que ver la libertad con la falta de respeto. Nada la diversión con tocar las narices al prójimo.
Y si soplar la sopa no les parece para tanto, piensen en cualquier celebración a la que hayan ido e imagínense lo bonito que habría quedado su traje de fiesta adornado con tropezones de verdura.
Menos mal que Leonor ha salido lista porque, como sigamos así, le espera una vida en el exilio mucho más dura que la de sus antepasados.