Carlos Regojo Solla
Manuel
Ya habían acampado otros grupos gitanos por la zona, pero como aquellos, por cantidad y elegancia, yo no había visto nunca otros. Eran gitanos diferentes. Tenían ese halo calé de todos los gitanos pero eran distintos, gente alta y delgada, de facciones agradables con otra distinción y personalidad. Su manera de vestir, -ellas con su pelo largo negro cayendo bajo un pequeño pañuelo atado por encima de la cabeza, llenas del colorido en sus sayas largas que arrastraban por el suelo al caminar, ceñidas en cintura con cintas de color atadas en lazo en un costado, con niños pequeños sentados en una de sus caderas y sostenidos por el brazo de la madre ayudado por un fular en bandolera y el otro brazo ocupado por varias cestas de mimbre de distintos tamaños, una dentro de otra, en un dificilísimo equilibrio, descalzas, con un andar cadente obligado. Ellos, casi todos con un fino bigote y pañuelos al cuello, faja en cintura, pantalones bombachos y botas altas- Todos, ellas y ellos, mayores y jóvenes, felices dentro de una supuesta pobreza prejuzgada desde afuera, de conversación alegre pero sin estridencias, con el bullir de una vida muy activa en el interior de aquel campamento, recordando un numeroso grupo de bailarines o más bien una compañía de teatro representando la vida misma en un cuadro costumbrista con intención naif.
Sus carretas eran unos vehículos de grandes ruedas que llegaban a media altura de los toldos blancos un poco desvaídos que las cubrían; toldos también altos con sensación de amplitud y forma de medio cilindro generoso que dejaban marcar el costillar interno de barrotes que lo tensaban, con unas anchas cintas reforzadas longitudinales por ambos costados de las que colgaban, salvando la zona de las ruedas, cantidad y variedad de cestas y recipientes de un mimbre blanco y rosado en cuyo interior había grandes y variados ramos de flores diversas de todos los tamaños, hechas en papel; cestería y flores confeccionadas por la truppe y destinadas a la venta, camino del sur, como supe más tarde. Carretas que habían sido apoyadas sobre sus largos mástiles de madera labrada, todos ellos orientados hacia el mismo centro en el interior de la zona ocupada, guardando bajo ellas los arneses con que se uncían las bestias que las movían, unas mulas altas y fuertes, muy bonitas, con pinceladas en grises variados en sus lomos más blanquecinos, animales aparentemente bien cuidados con la piel lustrosa y sin un rasguño, con sensación de buena salud y potencia de tiro, que pastaban apiñados la hierba con manzanillas que la marea baja dejaba casi descubierta en las proximidades de la desembocadura de un pequeño riachuelo próximo, en el que yo solía pescar anguilas; riachuelo que llegaba encajonado entre cientos de bastas pastas de granito para rematar su vida allí mismo, en una pequeña marisma.
Era la misma explanada ocupada durante el verano por los grandes circos, aquellas inmensas carpas que montaban y desmontaban forzudos empleados a base de sincronizar entre tres o cuatro el difícil arte del golpeteo sobre grandes clavos de hierro que provocaba una música hipnotizante cuya variedad radicaba fundamentalmente en la fuerza, todas distintas, con que golpeaba cada hombre con los pesados mazos; fuerza cuya eficacia individual los niños valorábamos cuando aún te permitían andar por las inmediaciones durante el montaje, antes de tener el circo instalado para la función. Los golpes sobre los clavos sonaban con la contundencia sonora de hierro sobre hierro y la dificultad que presentaba el terreno a ser perforado. Clavos que hincaban, en posición inclinada en tierra, para soportar, ayudados por la compleja cordelería a modo de "vientos" , el peso de la inmensa lona de colores que luego izaban alrededor del mástil central con grandes poleas a fuerza sincronizada de brazos al animo de las voces de los montadores que ordenaban el momento del esfuerzo: - eeeoou!, eeeoou! …- , a la par que la bonita carpa subía a golpes metro a metro por aquel palo mayor. Circos de gran categoría como el Circo Americano, el gran circo Krone y algún que otro de menor entidad que ya no recuerdo. Circos circos, - que ya no hay ahora quizás porque gran parte de aquellas actividades tal vez las encontremos en la cotidianeidad de la calle, diluidas entre los nuevos deportes y actuaciones callejeras que tanto proliferan y a los que apenas hacemos caso -. Eran circos donde las verdaderas estrellas eran los trapecistas quienes se la jugaban de verdad y sin red cuando el/la volador/a calculaba mal o el portor casi fallaba en el recibo tras el doble salto mortal y abortaba la recepción, en un silencio expectante con redoble de tambor; peligro real pero calculado que nunca pasaba a mayores pero de cuyos amagos disfrutaba el público con un ohhhh! de temor, reflejado en las maquilladas caras de los payasos, y que se escuchaba en el exterior a la vez que la voz amplificada del maestro de ceremonias :
- Cuidadoo, Joohnny …, otra vez … alehop! … , - para rematar con un … - Cónseguido!!, maravilloso!!… Sonidos que nos llenaban de sueños y deseos cuando rondábamos los exteriores, impotentes, intentando colarnos al interior, lo que nunca conseguíamos. Circos que se complementaban con grandes parques de las más variadas fieras para el mantenimiento de las cuales se decía que el circo pagaba por animales viejos de la zona para su sacrificio y posterior uso como alimento de tigres y leones, noticia que a los niños de las proximidades nos hacía despertar el interés repentino por los gatos asilvestrados que rondaban nuestra noche, ilusionados por conseguir una entrada gratuita al interior del espectáculo, asunto éste del que no añadiré nada más por razones obvias y sin estar debidamente asesorado.
Mi casa estaba en las afueras, cerca. Una casa de granito de cuatro viviendas, próxima a la explanada. Allí nací yo y viví feliz hasta los trece, cuando nos mudamos. Por entonces los niños éramos de un libre salvaje y campábamos por nuestros fueros, sin gran presión familiar.
- Dónde vas?, - preguntaba la abuela
- A cazar …, a pescar …, a casa de fulano …, a coger grillos … .
- No tardes.
Eso era todo. No había excesivas reglas ni aparentes peligros.
Como ya dije me encontré aquella truppe de gitanos por la mañana cuando iba a la "caza” de las agachadizas que se escondían entre los juncos secos próximos a una pequeña laguna con cierto aire de lugar de descanso de aves migratorias, llena de ranas, batracios que pescábamos con una caña, un cordel y un alfiler de alambre doblado en forma de anzuelo al que le ponía un pequeño trapo de color rojo. A las ranas les atrae el rojo y caían fácilmente. Alguien había dicho que en una taberna próxima en días de feria te las compraban para aprovechar sus ancas, pero no era así:
- Ramón, te traigo unas ranas …- decíamos al tabernero.
- Pero … quién te dijo …- respondía Ramón. -Saca "pallá", chaval y llévalas donde las cogiste.
Visto aquello, al final su captura fue desapareciendo para seguir croando a cientos en la época de celo del verano, durante las noches, acompañadas por el sonido de miles de grillos, sonidos que se completaban en su momento con la presencia de una luna llena roja y espectacular en noches de calor en que apetecía estar al sereno durante horas, estirando el tiempo de nuestros juegos con el luar claro que incluso permitía jugar a las canicas bien entrada la noche lo cual en verano significa tarde. Naturaleza, misterio y libertad que convertían las tardes-noches de verano en especialmente bonitas.
Aquel día, como siempre, llevaba mi tirachinas y una pequeña provisión de guijarros en una bolsita que me había hecho Rosita, mi abuela, en un principio para guardar las canicas. Ni que decir tiene que era bastante certero con ese arma y solía atinar el blanco con precisión, gorriones sobre todo que luego desplumaba y limpiaba como me había enseñado la abuela y que ella misma, madre y mujer de excelentes cazadores capaces de acotar en las épocas de esplendor de la neutralidad española en el segundo horror de Europa, previo pago, todo un monte, cocinaba de forma exquisita colocando un gran papel de estraza entre la tapa y la olla. Aquel día, digo, al llegar al juncal observé el círculo de carromatos, calculé una distancia de intromisión justa y seguí con lo mío. Al poco un niño proveniente del campamento, aproximadamente de mi misma edad, se me acercó. Le vi aproximarse, vestido con un pantalón bombacho, una blusa floja, descalzo, decidido y amigable.
- Hola, - dijo.
- Hola, - le contesté.
A estas edades y en aquella época, allá por el 56, con nueve años recién cumplidos no había más prevención y miedo que los justos y sí mucha curiosidad, por lo que tras aquel saludo, tan simple, se inició una amistad profunda que duró apenas una semana.
- Qué hacéis, - le pregunté
- Acampamos. Estaremos unos días- y tú, qué haces?
- Cazo pájaros,-respondí.
- Matas pájaros?, preguntó asombrado.
- Si, mira, ven - le dije. Ves, allí entre los juncos más oscuros están las agachadillas. Por estas fechas vienen, descansan y se van dice la abuela que se van al sur Están de paso. Cuando te oyen llegar se quedan quietas y apenas las ves. Pero yo si sé dónde están. Es fácil, metes la piedra en la honda, estiras, apuntas y sueltas … seguro que cazamos alguna, ven …
Me miró como si hubiera dicho algo mal.
- No puedo hacerlo. Los pájaros no se matan - me contestó convencido.
Me quede patidifuso. Mi amigo acababa de desmontar todo un tinglado que yo creía normal desde el principio de la vida. La caza de pájaros era para mi un sentimiento necesario de supervivencia que quedó roto para siempre.
No recuerdo los pormenores de nuestras conversaciones posteriores. Tan solo se que se llamaba Manuel y que volvimos a vernos a diario cuando yo remataba la escuela en aquellos días de septiembre aún largos y soleados. Nunca en aquel tiempo volví a llevar el tirachinas y jamás, en aquellos pocos días, apareció con él cualquiera de los otros niños de la truppe. Charlábamos contándonos cosas en una pequeña caseta en la cual yo solía dejar a veces el material de pesca escondido bajo unas tablas; una caseta con un banco de piedra y un ojo de buey por ventana que había sido dedicada hacia no mucho tiempo al cobro de impuestos por paso de mercancías agrícolas, sobre todo, que algunas mujeres llevaban al mercado. Unos impuestos absurdos que gravaban considerablemente el trabajo de las personas que se dedicaban a la economía de subsistencia, y que el ayuntamiento felizmente había dejado fuera de servicio no hacía mucho.
Un día le dije que si quería un par de botas usadas que guardaba en mi fallado y se le iluminaron los ojos. Pidió permiso y vino conmigo a casa. La abuela se sonrió al verlo subir descalzo y bajar calzado y no pregunto nada. La abuela enseñaba mejor que la escuela.
En el campamento nos observaban y respetaban. Nunca llamaron por él cuando charlábamos y tan solo una vez me acerqué a su truppe para ver como una cabra subía los peldaños de la escalera y danzaba luego en una plataforma pequeñísima al ritmo de una flauta y una pandereta que unos gitanos le tocaban. En aquella breve visita observe a unas mujeres tejiendo mimbre y otras fibras más anchas y haciendo flores de papel mientras charlaban en una lengua desconocida. Nadie se fijó en mi. Nadie me preguntó nada. Me sentí tranquilo.
Pasados seis dias todo había desaparecido. Me atreví a entrar en la zona antes ocupada. Ni rastro de actividad alguna. Noté la ausencia general y la de Manuel en particular cuyo recuerdo sigue en mi y motiva este escrito. Luego me acerqué a la caseta donde solíamos charlar. Sobre el banco Manuel había dejado olvidada una cestita con una tapa abierta por un lado que cogí por si volvía a buscarla y que más tarde transformé en estuche para lápices.
Manuel fue un amigo real que no volvió. La explanada fue transformada en campo deportivo usado hoy para ello. La laguna fue desecada. El río fue desviado unos trescientos metros antes por unas alcantarillas. Las agachadizas tampoco volvieron.
No hace mucho, apenas unos años, tuve el privilegio profesional y humano de conocer a otro niño gitano también llamado Manuel. Un gitano fino, educado, elegante, con la misma nobleza en la mirada que el otro. Me correspondía tutelar parte de su educación. Era un niño hábil e inteligente. Llevaba madera de jefatura, de gitano de estudios que tanta falta hacen en su cultura. Le dije
- Manuel, tú haces falta a tu gente.
También se marchó fuera durante curso escolar. Al sur, creo. Y es que los gitanos sienten el deseo de caminar siempre hacia el sur.
Me recordó a mi amigo.
Tony Dallara comienza una de sus bellas canciones con el siguiente verso:
" Si algún día, en cualquier parte
Oyes tú decir su nombre,
Vete hacia allí, y sin dudar
pregunta si es que es ella …
(Su nombre es inocencia)
Carlos Regojo Solla