Bernardo Sartier
El lazo de Albino
España se acostó joven, tecnócrata y femenil y se despertó artrítica, macholo y con el disco duro jodido. Al final, casi todos hurtaban cremas faciales en el Eroski de Vallecas. Del no me voy a ir de Cifuentes pasamos al no todos somos iguales de Montón. Sin embargo, la verdad dolorosa de la política española es esa, que no son iguales pero son parecidísimos, que no son idénticos pero se asemejan como dos gotas de agua. Unos y otros. Otras y unas.
Las diferencias, matices insustanciales: se acepta el regalo académico y a lo mejor no se hurtan cremas, sino una cecina del Bierzo. Agatha Ruiz de la Prada se ha puesto a diseñar tumbas, pero debería diseñar dimisiones que, acto honroso en el pasado, se ha vuelto aburrido por impúdico.
Hoy no se presenta la dimisión, se le comunica al jefe. Como son muy lerdos, no entienden que la dimisión es una declaración de voluntad recepticia que exige conformidad de quién te nombró. Pero explíquele usted a Montón y al montón la teoría del acto administrativo de Zanobini o Carnelutti.
Montón no presentó la dimisión, la comunicó, que ya le vale. Disculpamos a Montón, una médico recental (2010) que llegó a la cosa ministerial demasiado rápido. Porque ahora los gobiernos se montan a golpe de teléfono, más o menos como improvisábamos el equipo en Fernández Ladreda los sábados sesenteros: ¿Montón, te apetece jugar de portero? Y claro, resultaba que Montón tenía los brazos muy pequeñitos por una poliomielitis y perdíamos contra la Sindical trece a cero. Agatha debería diseñar dimisiones con tirantes, tipo Pedro J., o con pajarita, al modo Chencho Arias.
La dimisión era el harakiri político, la redención postrera y digna ante la vergüenza: me hinco un puñal que finiquita mi teta ministerial, que incluso lava la roña de las clases de un master que no sé dónde se impartían porque iba en taxi, quintaesencia de la coartada trapalleira.
Cómo se parece la dimisión de ahora a cuando yo iba a Don Víctor, el párroco del barracón de San José de Campolongo habilitado como capilla, a confesarle que le había dado a la manivela. Cuántas veces, hijo mío; ciento y la madre, padre. O sea que yo me acusaba, que era como presentar mi dimisión irrevocable del pecado; Don Víctor me la aceptaba, aun sabiendo que el siguiente domingo volvería a dimitir porque hay una época en la vida del adolescente en que darle a la manivela es una toxicomanía, enganche feliz y de imposible abandono.
Pensamos que Carmen Montón no era del montón pero Tip y Coll nos enseñaron que el montón era amplio. En uno de sus gags decían que había mucha gente del montón, pero del montón de Manila. Luego Tip reía enloquecido y hacía más gracia la risa demente del alto que el rictus burocrático del bajo.
El gobierno de Pedro acumula tantas dimisiones en tan breve tiempo -de la Huerta de Maxim al Montón de Manila- que como siga por esa trocha va a celebrar los consejos de ministros en un sidecar. Ultratumba, ya se oye la voz de Paquiño Franco diciéndole Pedriño, se te fueron dos y yo sigo aquí; aun te van a largar de Moncloa antes que a mí de Cuelgamuros, que te gano dos cero.
Me despisté con lo de Montón pero yo vine a PontevedraViva a hablar de Torra. Lo malo de rayar el sexenio es la alarmante reducción del número de erecciones. Lo único que me pone palote, aparte de mi compañera de piso, es Torra, que tiene cara de congrio deshidratado y voz de jesuita pecador y atormentado.
Reconozco que ponerme cachondo con Torra es patológico. Me consuela lo de mi amigo, que hace años se abonó al Canal Plus por lo del cine porno y descubrió que gozaba más desconectando el decodificador y viéndolo en cuadraditos deformes y sonido “cri cri”. Hay gente “pa to” y a algunos les pone más rijosos Trump haciendo morritos que Stormy Daniels con un billete de cincuenta dólares prendido del tanga.
En la Diada yo vi a Torra con una ofrenda floral rectangular sostenida por ambos antebrazos y era talmente la manceba de Capri que en los setenta, los domingos, llevaba la tarta rusa al domicilio de las protofamilias pontevedresas.
Torra insiste en la independencia y, en lo que más interesa a efectos de esta columna, en el lazo. Su contumacia en lo del lazo amarillo me recuerda un chiste que va de móvil en móvil. Seguro que lo conocen.
Un tío sexualmente activísimo no puede prescindir una sola noche del coito marital, treinta cinco años casados y ni un día de tregua. Su señora, harta, decide ponerse una braguita negra y, mientras el semental precalienta, lo mira señalándose el bajo vientre diciéndole Albino, hoxe non, que a teño de luto. Pero el salido Romeo, inasequible al desaliento, idea un plan tendente a vencer las reticencias de su amada. Se ata un lazo -también negro- en la punta de su viril apéndice (por suerte, Torra clava el imperdible en la solapa) y se presenta ante su cónyuge. Lo mira ella y repite hoxe non, Albino, que está de luto. Pero el desairado amante tiene plan b: Maruxa, xa sei que está de luto, pero é que eu quero entrar a dar o pésame.