Jesús Iglesias
Incultos por vocación
Una de las secuelas más perniciosas de la estupidez es la incapacidad del afectado de distinguir su propia ineptitud. La incultura conduce inexorablemente al ignorante a vivir entre tinieblas, a ver el mundo a través de un tragaluz abierto de par en par hacia las más vulgares trivialidades. Una clarividente cita atribuida al cineasta Woody Allen reza que "la ventaja de ser inteligente es que se puede fingir ser imbécil, mientras que lo contrario resulta imposible".
Las hordas de indoctos no son una calamidad inherente a la aborregada era capitalista. Los iletrados han sido mayoría absoluta desde mucho antes de que el tiempo de la historia comenzase a correr. Sin embargo, el imperio de las tecnologías de la información ha coincidido con una nueva corriente de apóstatas de la cultura. La sociedad hace apología de la ignorancia y se propaga una imparable tendencia de renuncia a todo aquello que tenga el aroma de la ilustración. El atraso intelectual no se acepta como una vicisitud de la vida, a la manera de ese labriego de la película ‘Amanece que no es poco’, incapaz de ayudar a un grupo de estudiantes americanos por ser "un hombre muy primario, sujeto terriblemente a las pasiones" y que "casi" no piensa.
El analfabeto moderno desconoce la humildad, confunde el amor propio con la prepotencia y se jacta de aburrirse leyendo libros. Es un ignorante vocacional, cuyo déficit no consiste ya en no saber leer y escribir, sino en el hecho de que, disponiendo de estas capacidades, no las ejerce. Una nueva oleada de necios de la que nos advirtió con atinados trazos el periodista Jesús Quintero en uno de sus monólogos: "Siempre ha habido analfabetos, pero la incultura y la ignorancia se vivían como una vergüenza. Nunca como ahora la gente había presumido de no haberse leído un puto libro en su vida, de no importarle nada que pueda oler levemente a cultura… Los analfabetos de hoy son los peores porque, en la mayoría de los casos, han tenido acceso a la educación".
Aunque no debemos caer en la tentación de confundir sabiduría con conocimientos (el Nobel de Literatura portugués José Saramago sentenció sobre su abuelo que el hombre más sabio que conoció "no sabía leer ni escribir"), discrepo diametralmente de aquéllos que se atreven a afirmar que la ignorancia te permite "vivir mejor, ser más feliz". Admito que mi obsesión por la pulcritud ortográfica y la correcta dicción rozan los límites de la hipocondría, y con frecuencia me revuelvo convulsionado en mi silla cada vez que algún entrevistado responde en la radio "yo opino de que…" o un bloguero dilapida todas sus credenciales y argumentos con un "haber qué sucede con la crisis". Pero la incultura que alardea de serlo me causa urticaria y no merece clemencia alguna. Nada me distancia más de otro ser humano que escucharlo sublimar las voces de Operación Triunfo (si alcanzas el éxtasis con Aitana, ¿qué emociones te hace sentir Nina Simone?) o apostillar con desdén elitista: "A mí esas películas de pensar no me gustan. Voy al cine para desconectar, no para ‘rallarme’" (¿en serio relaja más tu mente ‘Come, reza, ama’ que el Godard de ‘Le mépris’?).
La estupidez petulante me exaspera tanto como al intenso Michele Apicella de ‘Palombella Rossa’, que hastiado por las nefastas expresiones lingüísticas empleadas por su entrevistadora, se echa las manos a la cabeza y le recuerda a gritos que "¡Las palabras son importantes!". El director del largometraje, el genial realizador italiano Nanni Moretti (Palma de Oro en Cannes por ‘La stanza del figlio’), obsesionado ya entonces por el "uso criminal" del lenguaje, tenía muy claro que "quien habla mal, piensa mal y vive mal. Es necesario encontrar las palabras justas" (algo parecido afirmaba Lázaro Carreter). Bajo la banalidad del lenguaje habita la banalidad del pensamiento. La cultura y la educación enseñan a contemplar, despiertan la consciencia y el espíritu crítico, permiten observar el mundo desde el prisma de la sensibilidad. Proporcionan una mayor comprensión del dolor y de la felicidad. Ayudan a tener una existencia mejor. Y a hacer bien el amor.