Kabalcanty
Los maricones y la guerra (Y parte 2ª)
Oficial y suboficial, después de dar unos tragos a la botella de cazalla, fueron hasta el camión. Esta vez el teniente fue ruidoso adrede para que el cura se despertara.
— Va siendo la hora, padre.
Le dijo, haciendo resonar la botella entre unos cachivaches.
— Por cierto, Lavilla, ten el cuidado de poner a los reos lo más cerca del pozo seco, luego ya sabes lo que cuesta moverlos.
Dijo el oficial, poniéndose unos guantes oscuros de piel.
El sargento asintió marcialmente y acto seguido fue hasta unos y otros soldados.
— En cinco minutos quiero veros a todos en formación -dijo con su tono áspero y enérgico- Cabo Segura, vaya con un par de soldados desatando y colocando a los condenados.
Tanto los soldados que comieron como los que no, se fueron incorporando despaciosamente y arreglando su indumentaria. Las armas descansaban en la trasera del camión por lo que iban yendo escalonadamente cada cual a recuperar la suya. Al soldado Román, magullado y con el rostro hinchado, le ayudaba a recomponerse su compañero Martín.
— Anda, date con un poco de agua en la jeta que pareces un ecce homo. –le decía, pasándole la cantimplora.
Los condenados observaban el movimiento de la tropa y alguno se estremecía pensando en su suerte próxima. La luz del alba los envolvía a todos en una azafranada cortina surgiendo un viento leve que alborotaba las ramas abrasadas de los olivos.
— La muerte es tan plana y absurda como estos combatientes asesinos -dijo el periodista soslayando su grupo.
Todos callaban o sollozaban en sordina sacudiendo los hombros.
— El horror de la muerte -dijo su hermana, viendo como se aproximaban el cabo y dos soldados- no es la muerte en sí, sino la mano que la llama.
— ¡¡ Viva la vida y la libertad!! –exclamó un hombre con un pañuelo rojo en el cuello.
— Vamos a dar el paseo, señoras y señores, -dijo el cabo Segura, haciendo un grosero hincapié en la deferencia y mirando con obscenidad a la mujer- y luego me contáis eso de la vida y la libertad, maricones de mierda.
Desanudaron a los condenados trasladándolos cercanos a un pozo seco que se cubría con una red de matojos resecos y ennegrecidos.
El padre Telmo y el teniente escudriñaban alejados el avance del amanecer.
— Tendremos hoy mejor día, teniente, amainará el calor.
— ¿Usted lo cree, padre?
— De seguro, están alborotadas las golondrinas y se las siente ansiosas por surcar el cielo raso; cederá el calor, ya verá.
Sobre la pechera de la sotana le colgaba un crucifijo vetusto de madera con los palos de la cruz redondeados por el uso.
— ¿Le gusta a usted, padre, este trabajo con los muertos?
El teniente, encendiendo un cigarrillo rubio americano, preguntó con dosis más que evidente de malicia.
El cura apenas se inmutó: aferró su pequeña biblia entre las manos y levantó beatíficamente sus cejas hacia el celaje rojizo.
— Llevo a los hombres a su último viaje hacia Dios, teniente.
El cabo Segura puso en formación a los soldados y se lo comunicó al sargento Lavilla en un sonoro saludo militar que hizo crujir sus botas de campaña.
El teniente y el padre Telmo ya se acercaban tranquilos cuando el suboficial le fue a dar parte de la disposición de la tropa.
El teniente hizo un gesto vago con su mano derecha y Lavilla reculó hacia la formación.
— Con su permiso, mi sargento, -dijo el cabo Segura desde la formación- el soldado Román no le creo idóneo para formar el pelotón.
Lavilla se acercó garboso, haciendo retumbar sus pasos firmes sobre la tierra, hasta la altura del soldado.
Román temblaba sujetando su fusil como algo pesado e insoportable.
De un empellón el sargento le sacó de la formación. "Vaya pedazo de maricón", dijo entre dientes.
El cabo Segura se afianzó más a la esquina tapando el hueco del soldado Román, justo enfrente de la mujer condenada.
Entre el grupo alineado de los condenados se escuchó algún lamento y varios vítores ardorosos.
"Pelotón,…….preparados…… listos……fuego.", gritó el sargento la última palabra con una furia que resonó casi al unísono con la descarga.
La humareda de los fusiles fue breve, ya que antes de que el sargento mandara descansar y romper filas, se había disipado.
— Segura, tira los cadáveres al pozo, con los hombres que dispongas necesarios, después de que pasen el cura y el teniente, claro. –le dijo al cabo en un aparte.
Los caídos se amontonaban heterogéneos entre una vaharada que despedían sus cuerpos y que barría la ventolina de la primeras luces. El teniente iba dando el tiro de gracia a los agonizantes, seguido del padre Telmo que les daba la extremaunción bisbiseando una letanía monótona.
Una bandada de golondrinas raseó la montonera de muertos y el padre Telmo detuvo en seco sus preces para mirarlas volar, todavía con un destello rojizo en sus alas, con una ratificadora sonrisa.
Después, mientras el teniente, el suboficial y el cura fumaban y bebían cazalla junto al motor del vehículo militar, los soldados Barcazas, Romero, Aguilar y Román, a la orden del cabo Segura, arrastraban los cadáveres hasta el pozo y los dejaban caer.
— Román, a esa tipa me la pones ahí –dijo el cabo al soldado, señalando la trasera del pozo.
El soldado Román, tras vomitar y seguir en un estado nervioso en el que hipaba sin poder contener espasmódicos sollozos, arrastró el cuerpo a duras penas al lugar indicado.
— Quédate aquí, maricón, y verás cómo se jode a una puta después de muerta.
Le dijo el cabo, dando la vuelta al cuerpo de la mujer, pues su pecho se cubría ensangrentado, y subiéndole las faldas por atrás. Se bajó los pantalones, no sin antes asegurarse, tras el brocal del pozo, que los mandos no le veían, y comenzó a culear cabalgando al cadáver.
Ya la luz del sol bañaba la ruindad del olivar y los chillidos pausados de las gaviotas se mezclaban con los gemidos sofocados del cabo Segura.