Jesús Iglesias
Callar sin pensar
La estupidez es, por la habitual estridencia de sus pretensiones, una condición difícil de mantener en el anonimato. El ser humano tropieza a menudo con la pedantería, se precipita constantemente hacia el abismo de la declaración inoportuna y habita en una inminente posibilidad de delatar su ignorancia. Si el silencio y el laconismo suelen ser los mejores alegatos del sabio, la verbosidad y el disparate súbito caracterizan al argumento del necio. La contemplación y la reflexión son al erudito lo que el discurso desinformado es al iletrado. Incomodados por el mutismo, muchos parecen competir a la hora de dilapidar el don de la oportunidad. Aún sin la menor intención de ofender al prójimo y convencidos de conclusiones y verdades poco meditadas, todos hemos pecado en alguna ocasión de falta de diplomacia y recibido una firme bofetada de nuestra propia soberbia.
En uno de los instantes más épicos que viví en las aulas de la facultad de Periodismo de Santiago, la profesora y escritora Margarita Ledo apuntó su dedo hacia la pantalla de proyección, sobre la que emergían diversas diapositivas y preguntó al auditorio: "A que lles lembran estas imaxes?". Uno de mis sagaces compañeros, al que se le atribuía la autoría de sentencias como "Esa película foi ben acollida pola crítica en EEUU, así que non debe de ser moi boa" o "Non me interesa máis cinema que o chinés", alzó su mano y respondió: "Coido que á escola belga". La respuesta de Ledo mientras negaba con la cabeza fue una invitación al retiro espiritual (o más bien al suicidio): "Todo o contrario". La equivocación absoluta. ¿Qué puede existir más errado que la antítesis de la escuela belga? ¿Qué es lo contrario de la escuela belga? Estoy seguro de que la ex decana experimentó un éxtasis similar al de aquel estudiante de Secundaria repetidor que corrigió una palabra en un diccionario de Larousse (y al que la editorial envió una carta de agradecimiento y un premio). Mi regreso a las aulas como alumno, en este caso de la Escola de Idiomas, ha servido para comprobar que algunos roles académicos nunca cambiarán. Apenas inaugurado el curso, una compañera incluyó en la lista de siete lenguas que habla el griego y el latín clásicos y nuestro profesor de alemán no pudo evitar subrayarle su gran mérito, sobre todo teniendo en cuenta la dificultad de practicarlas con nativos.
Demoledoras réplicas que evocan a la antológica secuencia de la película Annie Hall en la que Diane Keaton y Woody Allen aguardan en la cola del cine mientras un pretencioso profesor universitario de Medios televisivos y Cultura charla a viva voz con su pareja, escupiendo incongruencias sobre Federico Fellini, Samuel Beckett y Marshall McLuhan. Allen, que se revuelve encolerizado ante sus pedantes ocurrencias, termina por dirigirse directamente hacia el espectador y comienza un altercado dialéctico con el catedrático de Columbia, que sostiene que sus opiniones sobre McLuhan "son perfectamente válidas". En un golpe de efecto, el cineasta hace entrar en escena al mismísimo filósofo y teórico de la comunicación canadiense para que destruya la dignidad intelectual del charlatán. "He oído lo que usted estaba diciendo. No sabe nada acerca de mi obra, hasta mis falacias las explica al revés. Que haya llegado a dar un curso -remata McLuhan- es totalmente increíble para mí". Tal y como Allen expresa, "¡Cielos, si la vida pudiera ser siempre así!".
Aunque a veces no es la petulancia, sino la más inocente de las torpezas, la que provoca que nuestras palabras caigan en el fango de lo improcedente. La culpa no es de que hablemos sin pensar, sino precisamente de que tengamos la capacidad de verbalizar nuestros pensamientos. Mi madre, por ejemplo, a la que jamás he visto ejercer la maldad, tiene una habilidad innata para los comentarios inoportunos (mi predilecto sigue siendo el "¡Enhorabuena!" que le regaló a una amiga cuyo prominente vientre exhibía mucho más los excesos de la panceta que los del amor). Sospecho que dicha aptitud tiene bastante de genético y yo mismo he de confesar que, cuando era niño (y ahora también), me comportaba como un cretino. Una mezcla de culpa y carcajada me sobreviene al rememorar, durante las comidas familiares, aquella ocasión en la que mi hermana esperaba la llamada de un novio suyo de la adolescencia. Entonces solo había teléfonos fijos y mi hermana, que necesitaba ir un momento al baño, me dejó a cargo de la recepción de la llamada del chico, un joven acomodado exuberante de buenos modales y formalidad. El aparato acabó sonando y, tras desvelar su identidad, una voz gutural preguntó: "¿Está María?". Podrán comprender que mentir aún no estuviese en mi repertorio de destrezas comunicativas y no titubease al manifestarle la cruda verdad: "Está cagando". Hoy en día es mi sobrina, ajena a cualquier diplomacia, la que ha tomado el testigo y se encarga de arruinar la vida sentimental de su madre.
A pesar de seguir sin ejercer demasiado la erudición, profeso una inmensa admiración hacia esas sabias mujeres ancianas que practican el silencio con ascetismo. La abuela de mi novia, una diminuta calabresa de piernas arqueadas como un futbolista, se limita a observar las conversaciones y a asentir de vez en cuando con un ligero movimiento de cabeza y un casi imperceptible "¡Eh!". La de un amigo es como un látigo de corrosivo sarcasmo en las pocas ocasiones en las que decide hablar. El día después del fallecimiento de un insigne literato gallego, el periódico para el que escribía el finado decidió publicar su columna en blanco, y la mujer no pudo reprimir su opinión: "Aínda foi a mellor que escribiu". Jamás podré olvidar la llegada triunfal de mi propia abuela a la habitación del hospital en la que había sido ingresado tras una operación quirúrgica por fractura de tibia, peroné y maléolos. Apenas había analizado mi estado de postración durante un segundo cuando exhaló un profundo alivio: "¡Ah, eres tú! Yo pensé que había sido tu hermana". La vida con sedación y morfina se lleva mucho mejor. Algo así debía de sentir el pensionista al que un periodista de Telemadrid armado con una pistola de juguete preguntó cuál sería su reacción si le apuntase con el revólver y le pidiese el dinero. El ‘paisano’ dejó bien claro que no le daría ni un céntimo. Cuando el sorprendido reportero quiso saber por qué, el hombre sintetizó magistralmente el pensamiento de todas las escuelas existencialistas: "Porque no tengo ganas de seguir viviendo".