Kabalcanty
El breve viaje de Ajani a la civilización de los ciudadanos de Rostro Llano
No le importó estar toda la noche caminando, todavía con las ropas húmedas, y esconderse tras cualquier risco, aunque se arañara aún más su cuerpo contuso, cuando escuchaba las sirenas policiales. No le importó saciar su hambre voraz con hierbajos o frutos sin madurar o beber agua de cualquier arroyo turbio. No le importó sentir el aliento frío de la muerte en la nuca o notar las piernas temblonas cuando se detenía para otear el horizonte baldío. Nada le afectó porque, con el nuevo día reluciente, vio la cuidad como un resplandor que parecía sonreírle desde sus altas torres.
Ajani sintió el calor correr por sus venas y una enorme sonrisa le impulsó a correr hacia ese edén de hormigón. "El que lucha por la posesión de algo”, se decía con ímpetu, y a grandes zancadas, recordando el significado de su nombre. El arduo y doloroso pasado se iba borrando de su mente al tiempo que la ciudad iba haciéndosele más cercana. "Qué importa el sufrimiento si al final está la dicha”, le dijo su padre moribundo horas antes de que partiera hacia la esperanza de la civilización. Corría más y más sin sentir sus pies agrietados y su respiración arañándole las costillas.
Poco antes de las diez de la mañana, Ajani se detuvo en seco junto al semáforo que custodiaba el cruce de una amplia avenida. Observó los árboles secos en hilera sobre la acera y los automóviles pasar aprisa sin la curiosidad que podían ofrecer sus ropas ajadas y sucias. Ajani pensaba sin saber qué pensar.
Pendiente de los hombres uniformados y de sus coches ruidosos, anduvo por las calles cruzándose con unas extrañas personas. Eran seres como él, con piernas, brazos, cuerpo, cabeza, sin embargo lo que les diferenciaba, a excepción del color claro de sus pieles, era su rostro. Tenían un rostro plano, sin relieve alguno, como barrida la peculiaridad de sus ojos, bocas, narices u orejas, tan sólo un pequeño círculo, a la altura de lo que debería ser su boca, irrumpía en la homogeneidad facial. Ajani pasaba junto a ellos como inexistente, parecían no ver y, sin embargo, se detenían al cruzar las calles para sopesar el tráfico y cruzar o examinaban escaparates moviendo su peculiar rostro de un lado a otro.
Ajani se dijo que, quizás, la civilización le era tan extraña que todavía no comprendía su mecanismo. Tal vez el tener la cara llena de narices, bocas, orejas u ojos era un síntoma de atraso, un primitivismo que sólo allá en lo más hondo de África se conservaba.
Aparte de un apetito más que notable, comenzó a sentirse algo mal. A ratos le acometía una tiritera que le hacía castañear los dientes como también la cabeza le dolía insistentemente en su parte alta.
Con cautela, se acercó a uno de los ciudadanos gesticulando la acción de comer. El ciudadano se lo quitó de en medio alzando uno de sus brazos y murmurando una jerga que él no comprendió pero que la sintió como visiblemente reprobadora. El ciudadano volvió su cara pulida, recorridos unos pocos metros sobre la acera, para elevar su puño y gruñir, en voz alta, otra inconcreción.
Debía de andar en uno de esos barrios residenciales pues los edificios de ocho o diez alturas estaban rodeados de unas vallas prominentes que encerraban jardines cuidados con piscinas de agua azulada. Ajani los veía algo borrosos, difuminados por una pesadez que le calentaba los párpados.
Frente a él, en lo alto de unos cubos de basura, vio unos mendrugos de pan que sobresalían entre plásticos y botes. Con paso torpe, titubeando la zancada que no llegaba a dar, cruzó la calle increpado por cláxones que escuchó a su espalda. Se lanzó a por los mendrugos derramando parte de la basura de los cubos. Sentía en su boca el sabor del pan cerrando los ojos incendiados con voluptuosidad. De pronto, alguien le sacudió de encima de los cubos lanzándole sobre la acera. Un tipo vestido con mono azul de trabajo le amenazaba, desde su rostro llano, moviendo el diminuto aro con rapidez. Levantaba los puños, señalándole con el dedo, mientras giraba ese círculo facial emitiendo gruñidos.
Anduvo un trecho a rastras hasta que Ajani se apoyó contra una de las verjas de los edificios y logró incorporarse.
Era complicada la civilización, más enrevesada de lo que pensaba en África o en el eterno viaje a pie, en camión y, por último, en la patera que naufragó cerca de la costa de la civilización. Todo el dinero de sus padres para ese viaje.
La puerta abierta de una cafetería hizo de reclamo insoslayable. Los ciudadanos, sentados en las mesas, comían delicadamente con sus boquitas redondeadas. Cuando Ajani entró, tambaleante y hablando en el dialecto milenario de su tierra, todos se quedaron en silencio dirigiendo sus cabezas a los empleados de la cafetería. Alguno se escondió bajo la mesa o tras una silla, escrutando al hombre vestido con harapos y de piel negra desde sus rostros desiertos.
Tres empleados le sacaron en volandas y le dejaron desparramado contra el alcorque de uno de los árboles secos. Tras las cristaleras de la cafetería, los ciudadanos de cara llana se agolparon curiosos. Ajani, doblado en dos en el alcorque, boqueaba preso de un temblor que le hacía encoger el cuerpo en una postura casi fetal. Miró al cielo, entre las ramas mustias del árbol, y pareció sonreír entre una lágrima que se le congeló al extremo del ojo.
Los hombres uniformados y sus estruendosas sirenas llegaron sobre una hora después. Diligentes, se apearon de sus vehículos y, tras agacharse sobre el cuerpo de Ajani y observarle desde sus rostros sin rastro, musitaron algo con sus boquitas en aro para cubrir, después, el cuerpo con un papel de aluminio.
Entonces los ciudadanos de la cafetería, y otros que acudieron llamados por la aglomeración, rodearon el cuerpo cubierto en el alcorque. Agitaban sus cabezas con pesadumbre bisbiseando con sus boquitas de piñón sonidos similares y repetitivos.
Hubo uno, el del flequillo que teloneaba su frente extensa, que dejó sobre el cuerpo de Ajani una de las margaritas artificiales que decoraban el centro de las mesas de la cafetería. Luego lo hicieron casi todos los demás.