Manuel Pérez Lourido
Movilizados
Una mujer de edad incierta (no era cosa de abordarla para averiguarlo) camina con paso decidido mientras sujeta con la mano derecha un teléfono móvil en posición horizontal y a la altura de la boca. Le está hablando. A esa especie de ofrenda votiva a la Tecnología que sostiene con una mezcla de confianza y precaución. Una escena ya cotidiana, pero no por repetida menos sugerente. Tal vez es el modo de colocar el teléfono ante los labios, tal vez lo extraño de dirigirte a una especie de caja metálica que tienes que aproximar a ti para que tu voz alcance de forma nítida poniendo en marcha un modo de comunicación que no hace mucho parecía un sueño.
Si el coche y el reproductor de televisión mudaron nuestros hábitos, ya estamos en posición de afirmar que la telefonía móvil les ha dado otra vuelta pero, esta vez, también nos está cambiando a nosotros. Antes nos podíamos salir de casa sin las llaves y ahora el móvil siempre les hace compañía en algún bolso o en algún bolsillo. Vivimos pendientes de multitud de pequeños gestos y rutinas imprescindibles y la de mantener el móvil cargado se ha convertido en una de ellas.
Vamos a despreciar el análisis de todo lo que el teléfono móvil nos da y todo lo que nos quita para centrarnos unicamente en su existencia como objeto de tal categoría que su posesión llega a constituirse en un rito de paso de la infancia a la adolescencia. Esto quiere decir que accedemos a él a través del deseo y nos hacemos con él como una conquista de un estatus social de nivel superior al de la infantil dependencia. El móvil certifica y facilita nuestro ingreso en el entorno adulto, con todo lo que ello supone, de ahí que se recomiende la tutela parental durante los primeros años de su uso. Es muy importante para entender el vínculo que nos va a unir con este objeto la idea de que es una relación previamente muy anhelada, revestida de la magia que tiene pasar a una nueva etapa. Al móvil trasladaremos multitud de expectativas y posibilidades que se dibujan en nuestra imaginación del mismo modo borroso y desatinado con que imaginamos la vida de los adultos. Pero eso no es lo importante, sino la marca emocional de haber alcanzado el hito que el tiempo nos tiene reservado.
El objeto que llevas, en la mayoria de los casos, pegado a tu cuerpo, se convierte en una prolongación del mismo, aún en desarrollo y va a ir cambiando contigo. Será sustituido por nuevos modelos acordes con tu personalidad y posibilidades económicas y las manifestarán también.
En el móvil vamos almacenando nuestra vida poco a poco: fotografías, anotaciones, música, mensajes, agenda, videos. Un volcado de su contenido equivale a la extracción de nuestros últimos años, decantados en bytes que pasan de la máquina que los regristró a una memoria usb o al disco duro de un ordenador. Nuestra existencia se ha vuelto almacenable, nuestros gustos pueden ser rastreados y eso es lo que hacen los que nos quieren vender algo. Un día cualquiera podemos oír sonar la melodía que hemos escogido como tono de llamada y al descolgar una voz estimulante y entusiasta se dirige a nosotros por nuestro nombre de pila y nos ofrece una ventajosa posibilidad de intercambio comercial en el que su empresa gana y nosotros nos quedamos como estábamos, en el mejor de los casos.
No es de extrañar que la gente hable a los móviles a cierta distancia, alejándolos de sí, sujetándolos delante de la boca, en un gesto tan inquietante que haya quien dedique una columna de prensa a analizarlo.