Kabalcanty
Se nos murió el viejo
"… la vida está llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza
y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa…"
(Alvy Singer en la película Annie Hall - Woody Allen, 1977-)
Entran las primeras luces del segundo día del año en su cuarto desbaratado. El resplandor choca con sus pinceles arrinconados en vasos ribeteados de óleo, tropieza con lienzos inmaculados que, en el destierro polvoriento entre la pared y el armario, se saben destinatarios de la inmovilidad eterna del olvido. El abigarrado desorden del cuarto se remansa en su lecho como una densa premonición de calma traidora. Sube y baja su pecho hundido enchufada la goma del oxigeno a su nariz. Los ojos cerrados con fruición tentado oscuridades que comienzan a serle familiares.
Le observo mermado bajo las sábanas desde el cerco de la puerta de la habitación. Lleva así tres días: mascando un desconcierto sin habla que, en los escasos momentos en los que abre los ojos, parece confundirle aún más, un despertar aislado que le asusta en un entorno que supone no pertenecerle ya. Dice que no a todo con la cabeza queriendo decirnos que ya no es aquí el lugar en donde duerme o parece dormir.
Más tarde, mi hermana trata de darle el desayuno y ya no vuelve desorientado como otras veces.
— ¡Ven, ven, que no despierta!
Me urge ella, pintado el gesto del temor en un brochazo que le cruza la cara.
"Papá, papá, papá", le grito cosquilleando sus pies, pellizcándole sus resecos brazos, agitándole sus desmantelados hombros.
Respira con los ojos cerrados, con los labios prietos en una mueca indiferente que se derrama barbilla abajo.
Mientras la luz de la mañana sigue ganando terreno y se arrellana a la espalda agujereada de la televisión apagada, crece una negrura en el suelo del cuarto que va relumbrando como adoquín bruñido. Nuestros pies tropiezan sin querer con el ojo de la nada mientras su mano izquierda se deja caer inerte buscando el cobijo del suelo.
— ¡Papá, papá, papá!
Martillea la voz de mi hermana y la mía buscando una respuesta que cada vez sabemos más improbable.
La voz de la vida suena en la calle desde un autobús que abre o cierra sus puertas en la parada; un claxon que atosiga a un semáforo en verde; una lágrima de rocío que se despeña desde el seto que bordea el parque.
"Papá, papá, papá", persisto incompetente, atrayéndole contra mi pecho.
Es entonces cuando representa que vuelve. Abre la boca desganado, al tiempo que yo siento la pulsión de la esperanza, para deshojarse en una arcada ronca que aniquila su dificultosa respiración.
Se terminó el compás, los minutos de más que se atesoran en el cuenco del vacío, se acabó la tolerancia vital que, por fin, se rinde con su mutismo retumbante.
Lloramos abrazados mi hermana y yo, presos de la pena, huérfanos de padres ya, hundidos en el intríngulis estúpido de la sobrevivencia. El cuerpo abandonado de nuestro padre parece hundirse entre las sábanas sin prestar atención a nuestro sollozo unísono. Nada tiene importancia tras la muerte entretanto los sobrevivientes nos distraemos con nuestras batallas fútiles. Veneramos la funda de todo lo que fue como queriendo disculparnos de todas nuestras miserias vividas.
Luego, a la postre, supongo, que por creernos todavía necesarios, le vestimos como si lo hiciésemos a un oxidado alambre que poco le importa su camisa. Nuestro padre ya huyó de su cuerpo, le importa un bledo su embalaje, y transita por qué se yo qué lugar o, simplemente, ocupa otra capa de vacío.
Vestido parece más desangelado todavía en la cama. Sus ropas ya no pertenecen a su cuerpo y se arrugan y atirantan de una manera grosera dejándole tumbado cual muñeco roto. Desde su nariz, que se va perfilando puntiaguda y fina, suena el silencio de un oxigeno innecesario ya, un vahído persistente que se forja pétreo en su rostro inexpresivo y rocoso.
La luz del sol baña los utensilios más queridos en su vida (sus pinceles, sus lienzos, sus libros de pintura) y, sin querer, los reseca instantáneos haciéndolos viruta atemporal que residirá en el museo improbable de los recuerdos. Abajo, en el reluciente adoquín del cuarto en el que se ha transformado la existencia, descansan sus zapatillas aliviadas de su peso, los cables del cargador de sus pilas, su televisión, su lámpara y su reloj digital, todo funcionando de la misma manera que ayer o anteayer y, sin embargo, dejados a la veleidad del polvo y el futuro del sobrante cotidiano.
Se nos ha muerto el viejo, se nos murió un buen hombre, un perdedor que siempre tuvo la ilusión en dejar de serlo. Quiso con su bondad de andar por casa, con su callado rumiar en paraísos inhóspitos, que su existencia fuese agradable a todos, pudiera ser que hasta algo feliz, y que se nos pegara algo de su anhelo para que todos anduviéramos "tranquilos" como siempre fue su deseo.
Sin embargo, se terminó equivocando, aunque ya no lo sabrá nunca para bien, porque la vida, como dice mi admirado Woody Allen en su película Annie Hall, se divide en lo horrible y lo miserable; lo horrible son los enfermos incurables, los ciegos, los lisiados…., los miserables somos todos los demás. Pero él, el viejo, mi padre, creía vehementemente que eso sólo era cosa de una película que no le gustaba para nada.