Incluso entre quienes jamás han ejercido los dones de la empatía y la autocrítica, parece haberse puesto de moda, como si de un nuevo logro de la psicología moderna se tratase, la expresión 'gente tóxica'. El epíteto, en mi opinión reiterativo (pues bastaría con decir 'gente' a secas para indicar exactamente lo mismo), es empleado como un mantra por parejas recién divorciadas, amigos que descubren el amargo sabor del desengaño, amantes despechados o familiares en declaración unilateral de independencia. "No quiero más relaciones tóxicas", aseguran todos, como si sus propias personalidades hubiesen sido esculpidas en la piedra de la perfección y acabasen de percatarse que han invertido los últimos diez años de vida circundados por una pléyade de imbéciles. Deben de estar los niveles de toxicidad social al borde de la declaración de marea roja, porque el término se reitera indiscriminadamente, sin atender a razones de condición económica o credo, entre individuos que llevan un lustro sin esbozar una sonrisa, colegas de empresa a los que se les atragantan el saludo y los modales y otros sujetos que, de tan poco que disimulan su envidia y amargura, se diría que se pasan el día mascando chicles de limón y vinagre.
Hasta la propia psicología, disciplina otrora concebida para ese noble y utópico ideal del autoconocimiento, ha claudicado ante la nueva epidemia. De un tiempo a esta parte, el resultado de una decena de sesiones de psicoterapia deriva, ya no en la necesidad de modificar aquellas partes de nuestra personalidad que podemos cambiar (como rezaba el dogma de las reuniones de alcohólicos anónimos), sino en un sistema de sanación mucho más sencillo y menos erosivo para la autoestima: echar la culpa de todo a los demás. Los resentidos del siglo XXI acuden a la consulta del psicólogo para que les confirme que el origen de su mala educación y carácter depresivo no reside en su maravilloso temperamento, sino en las virulentas identidades que les ha tocado padecer en su entorno vital. Aunque es imposible quitarles algo de razón en esto último, y en Pontevedra resulta casi inédito irse a dormir sin haberse topado a lo largo de la jornada con uno o varios cretinos, sucede a menudo que son precisamente aquellos que dicen no querer a gente tóxica en sus vidas los que resultan ser más tóxicos, en especial para sí mismos. Habría que definir en todo caso a qué nos referimos con este adjetivo, ya que alguien que se pasa el día riendo sin motivo puede representar un dechado de optimismo para sus compañeros de oficina y, sin embargo, ser un completo cretino para mí.
El asunto está tan en boga que el otro día, en una consulta, no de un psicólogo, sino de una dermatóloga, me topé precisamente, entre una nutrida oferta de revistas de prensa fucsia, con un artículo que desgranaba las conductas definitorias de una persona tóxica. El riguroso tratado, escrito por supuesto con la pretensión de ayudarnos a evitar este tipo de relaciones durante 2019, comenzaba con la clarividente aportación de una psicóloga: "Se distinguen prestando atención a cómo nos sentimos cuando estamos con las personas. Si nos provocan emociones negativas, perdemos nuestra identidad o forma de ser con ellas, nos alteran de manera que nos es complicado mantener el control y tienen efectos negativos en nuestra vida, lo más probable es que estemos inmersos en una de esas relaciones". Sin entrar a analizar su carácter casi tautológico, a mi modo de entender, el enunciado coincide con una muy acertada descripción de nuestra sociedad, así como de la mayor parte de los vínculos de pareja, atmósferas laborales y entornos familiares que conozco. En un mundo plagado de egoísmo, banalidad, indiferencia, soberbia e incultura, lo que realmente me haría preocuparme sobre mi salud mental sería encajar, sentirme yo mismo y a gusto con otros que no fuesen mi compañera y mis perros. Ante una realidad tan retrógrada e irrespetuosa con el prójimo y con sus libertades, no me concibo de otro modo que inconformista y, al menos eso espero, tóxico para la mayoría.
Según el empírico artículo que cayó en mis manos, las personas tóxicas se quejan todo el rato, no se alegran por los logros de los demás, ponen trabas a la hora de trabajar en equipo, solo se fijan en los errores y no en las capacidades de los otros y hablan empleando indirectas o palabras hostiles. Es decir, el comportamiento que llevamos padeciendo de una otra u otra forma desde que tenemos uso de razón y con el que, por otra parte, muchas personas se sienten conformes y satisfechas. No obstante, antes de pisar la consulta de un psicólogo y de que nos diagnostiquen depresión y falta de autoestima, quizás debamos aplicarnos esa máxima que afirma: "Asegúrese de no estar rodeado siempre de gilipollas". Y si finalmente decidimos optar por ir a terapia, esperemos al menos que el especialista adopte para nuestra sanación la vía de ese intrincado camino del conocimiento personal (si es que realmente existe eso de ser uno mismo). Cortar por lo sano con ese novio con el que tenemos una turbia pasión o echar la culpa de todas nuestras desdichas a los otros es, sin duda, un atajo mucho más directo… Que nos llevará de nuevo a ninguna parte. Los insoportables defectos que teníamos permanecerán en el mismo lugar e incluso se harán más fuertes gracias a un especialista que nos ha confirmado que "no somos nosotros, sino los demás". Estaremos preparados para sacar de quicio y hacer la vida imposible a un nuevo amante.
Si yo fuese psicólogo (tarea que me abstengo mucho de realizar a pesar de que alguno se empeñe), le diría que lo realmente tóxico es la sociedad en la que vivimos, y por ende, una abrumadora masa de seres humanos. Que lo impúdico sería identificarse con las groseras corrientes de pensamiento del 'status quo', en lugar de hacerlo con una minoría de personas. Que la gente confunde a menudo la autoestima con la prepotencia y la sinceridad con la ausencia de empatía y diplomacia. Que ser libre implica enfrentarse a una mayoría conformista y reaccionaria, apartarse de ella y estar preparado para que nos odie. Que para poder denominar tóxicos a los demás debe empezar por saludar y sonreír en el pasillo y extender a sus prójimos la cortesía del respeto. Que vive en un Estado tóxico, rodeado de individuos tóxicos, con tóxicas ideologías machistas de ultraderecha, donde se venera el tóxico legado de un dictador, se aplauden las tóxicas tradiciones de los más paletos y se perpetran tóxicos desahucios mientras se permite a un monarca tóxico y a su familia vivir a cuerpo de rey. Que rodearnos de gente íntegra, honesta y amable sería mucho más sencillo en una sociedad que lo fuese.
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