Carlos Regojo Solla
El guante
El guardarropía y el ambigú estaban contigüos y eran atendidos por una mujer, delgada y algo mayor, que se aburría solemnemente recogiendo algún abrigo que otro o sirviendo una copa de coñac o anís a los pocos asistentes que se acercaban, en el tiempo previo a la proyección de la película, para charlar un rato o fumar un pitillo, hasta que sonaba el timbre que indicaba debíamos entrar a la sala. Hacíamos la espera de pie o sentados en el sofá y tresillos tapizados en granate que hacían juego con un gran cortinón del mismo color, semejando un falso telón que en realidad ocultaba una salida de emergencia situada al fondo. El entorno, por lo general escaso de usuarios, hacía ver que, al menos en esa época, aquella sección del cine era un "querer y no poder" más propio de los teatros decimonónicos al que acudían señores de postín vestidos con levita, sombrero hongo y bastón con empuñadura dorada que, en algunos casos, podía ocultar en su interior un afilado estilete, cuando no una sencilla arma de fuego fatal a corta distancia. Sentado en uno de los sofás, mientras no sonaba el timbre que anunciaba el principio de la proyección, me fumaba un pitillo "Rumbo" con papel café cuando el pensamiento me llevó a una de aquellas conversaciones de pisaverdes de bigote engominado y dedo pulgar en bolsillo del ceñido chaleco con la cadena de reloj colgando generosa.
--Dígame, don Fulgencio, ¿Qué sabemos de la evolución en la salud de nuestro joven "marqués"?¡Mire usted que le anduvo rondando la Parca!
--Un tiro limpio, don Eustaquio, limpio con salida por el omóplato izquierdo que no causó grandes daños. Lo peor fue la infección posterior. No sé como pudo superar aquello, los médicos contratados por su padre no daban ni un real. Dicen que el duelo no fue limpio, que su rival en los amores de la dulce Lucinda tiró nada más volverse cuando la hombría manda ese tiempo interminable de enfrentamiento ocular previo al disparo, ya sabe usted, ese par de segundos – si acaso tres-, terminada la cuenta de pasos, tras darse la vuelta, en que los rivales se miran y se recrean en apuntar sus armas al corazón ajeno. Aseguran que entre el diez del último paso y el tiro apenas hubo un segundo. Sospechosa rapidez. No comprendo cómo el sr "marqués" eligió la pistola siendo tan hábil con el florete. Tal vez, en un acto de valiente generosidad, haya querido dar una oportunidad a su contrario.
--Impresionar, amigo Fulgencio. Solo quiso impresionar a su dama. Locuras de amor, cosas que ya no sentimos ninguno. ¿Acaso usted no haría algo así si fuese más joven?
--No sé qué decirle, amigo mío, no sé qué decirle -dijo don Fulgencio. Tal vez si estuviese muy enamorado… pudiera ser, aunque no creo. Pienso que los hombres somos unos estúpidos en lo tocante al amor. ¿Qué cree usted que haría ella, la hermosa Lucinda, si muriese el heredero de Su Excelencia? Seguro que se consolaría en brazos de su otro amante o incluso adelantaría el proceso de llegada a la aristocracia llorando en la mismísima cama del sr Marqués padre… ya conoce usted los rumores. Yo me limitaría a llevar los cuernos.
--Paciencia sería la suya respondió don Eustaquio. Sería usted la cuchufleta del marquesado, amigo mío, el hazmerreír de nuestra sociedad. Créame no hay como un duelo en toda regla. Si la espada le horroriza, siempre se puede recurrir a la pistola. Con suerte podría quedar herido y salvar así su honor.
--Honor dice usted, don Eustaquio. ¿Qué es eso?, ¿dígame hombre? ¿Acaso hay alguien que usted conozca que no esté deshonrado de alguna manera? Usted mismo… ¡¡No me diga que no lo sabe, hombre!! No sea usted hipócrita, don Eustaquio que saco el guante y le abofeteo en el moflete donde lleva el monóculo- dijo enfadadísimo don Fulgencio
Sonó el timbre y volví a la realidad. Tiré la colilla al suelo y entré a sentarme al lado de Lupita que me esperaba en el patio de butacas. En la penumbra del local juraría que alguien se levantaba del asiento contiguo. Me senté y sentí la butaca caliente. Sensaciones, pensé, observando los planos primeros de la proyección mientras recogía un guante de cuero colgado en el reposabrazos común a las localidades que ocupábamos en tanto Lupita se revolvía nerviosa en su butaca. Acerqué mi cara a la suya y le susurré al oído preguntando:
--¿Te dijo dónde?
Lupita, mi Lupe del alma, se levantó sollozando y salió de la sala. Ahora me explico por qué cierran los cines.