Paco Valero
El peor oficio del mundo
El titular es una exageración, claro, pero algo hay que hacer para llamar la atención sobre lo que está pasando. Por poner algunos datos: el 32% de los licenciados gallegos en periodismo de las últimas diez promociones está en paro (un 10% más que el paro medio de la comunidad); en España, el porcentaje total de periodistas sin empleo es del 51% (un 24% más que la media general); solo en Madrid, entre 2009 y 2013 se han producido 4.625 despidos, 158 prejubilaciones y 211 reubicaciones forzosas. A lo que habría que sumar la revisión de convenios con bajada de salarios y pérdida de derechos laborales para compensar el derrumbe de los ingresos por publicidad y de ventas en los kioskos de las empresas editoriales. Una hecatombe empresarial y profesional de la que apenas se habla, aunque este sector debe ser el que, porcentualmente, peor lo está pasando junto con el de la construcción. Por algo, según el CIS, las profesiones que menos desean los padres para sus hijos son albañil y periodista. Es lo que hay.
La crisis que vive el periodismo tiene un agravante: no es coyuntural ni exclusiva de nuestro país. No acabará, me temo, con el fin de la recesión actual. En Estados Unidos, este oficio acaba de ser considerado el peor posible en 2013 entre 200 comparados y el que tiene peores perspectivas de futuro, según una agencia de empleo especializada. La explicación, como bien se sabe, es la revolución que ha traído internet y sobre todo la eclosión de las redes sociales y del mal llamado periodismo ciudadano. En diez años, dicen los expertos, las versiones impresas de los diarios habrán desaparecido y solo quedarán los medios digitales, habrá incluso menos periodistas que ahora y cobrarán considerablemente menos porque competirán, no solo con los colegas de los medios audiovisuales, sino también con cualquier especialista con página web, con aficionados de todo tipo, blogueros, buscadores universales y cualquiera que pase por la calle con un smartphone con conexión a internet.
Lo anterior no es un lamento, sino una constatación. Los periodistas de siempre somos dinosaurios que a duras penas estamos sobreviviendo al impacto del meteorito caído, mientras vemos pulular a nuestro alrededor criaturas nuevas que parecen mejor adaptadas a los cambios. Desaparecemos, y nadie parece lamentarlo, salvo nosotros y nuestras familias, claro. Pero, ¿hay motivo para esa indiferencia social, para el desdén con el que somos tratados? ¿Acaso no tiene consecuencias nuestra desaparición?
Para la primera pregunta tengo una respuesta personal: creo que no hemos estado, en general, a la altura del cometido profesional, y hablo de los periodistas españoles. Lo pensé el otro día mientras veía a la presidenta del comité de empresa de la radio televisión valenciana pedir perdón a las víctimas del accidente de metro en Valencia y a todas las personas y partidos políticos que "no han encontrado a través de Canal 9 y Ràdio 9 los canales para hacer llegar sus inquietudes, sus necesidades, sus maneras de vivir y sus críticas". Es una manera suave de decirlo. Más cruda y verdadera es que lo acontecido en esa comunidad la corrupción política, empresarial y ciudadana ha ocurrido delante de las narices de muchos periodistas que prefirieron mirar a otro lado y sumarse a la fiesta. Y lo mismo puede decirse de lo sucedido en otros medios privados y radiotelevisiones públicas. En Madrid, en Baleares, en Murcia, en Andalucía, en Cataluña, en Galicia No todos actuaron así, evidentemente. Hubo algunos que contra viento y marea, y lo que es más grave, incluso frente al desinterés ciudadano y el cinismo de algunos políticos ("tú publica lo que quieras, que cuando vengan las elecciones arrasamos"), hizo su trabajo.
Pero no hay que cerrar los ojos a la realidad: nos hemos acostumbrado a un periodismo de trincheras (cada uno en la suya) y banal, de declaraciones y notas de prensa, sin preguntas ni molestias, de versiones oficiales sin contrastar Y banales nos hemos vuelto. Entre otras cosas, porque tenemos una pobre concepción de nuestro oficio. Repetimos como cínicos acomodaticios que la verdad y la objetividad no existen, ni tan siquiera como aproximaciones, como tentativas de explicación razonada, documentada y basada en los hechos. Todo es una cuestión de opinión: fulanito dice A y menganito B, y santas pascuas. Y así hemos cavado la fosa de nuestra credibilidad: para hacer eso, cualquiera vale. Somos prescindibles porque carece de valor lo que aportamos a la sociedad. Las malas prácticas se han generalizado de tal manera que Lucía Martínez Odriozola presidenta de la Asociación Vasca de Periodistas y profesora de periodismo de la UPV, afirma que "algunas redacciones son escuelas de corrupción". No en el sentido hoy corriente del término (el periodista es el invitado pobre en el banquete del poder y son contados los periodistas que han participado en el gran latrocinio de los últimos años), sino en el más significativo: las redacciones se han vuelto escuelas de vicios profesionales y de irresponsabilidad.
Después de todo, ¿qué pintamos nosotros?, oigo decir a menudo. Poca cosa suelo responder. ¡Solo somos los principales depositarios de un derecho básico: el de la libertad de información, y los principales intermediarios en la formación de una opinión pública democrática! No nos pagan para tanto, me responden a menudo. Es cierto, cómo negarlo. Y menos a las nuevas promociones, que ni tan siquiera llegan a mileuristas y tienen que trabajar como todos, a destajo. Pero los mismos que dicen eso nunca permitirían que un médico o un policía justificaran ante ellos una mala práctica por su bajo salario Tenemos una responsabilidad y nada puede justificar no ejercerla como mejor se pueda y se sepa, pero siempre con criterio profesional.
El periodismo tradicional agoniza, arrastrado por una corriente informativa sin fin, ni límites ni jerarquía, un todo vale en el que pesa tanto la última chaladura de alguien (muchas veces lo "más visto" en los ránking de lectura de lo diarios) que el trabajo esforzado de un periodista serio. Por eso no me extraña lo que ha dicho Bed Bradlee, el que fuera gran director de The Washington Post: "Mi vida periodística acabó antes de internet. ¡Menos mal!" ÿl se ha ganado la jubilación y puede sentirse aliviado, pero ¿y los que seguimos en activo y nos gusta este oficio? Tenemos por delante una dura tarea: darle sentido al trabajo de periodista que en su día elegimos con una ambición profesional hoy casi desaparecida, sabiendo, como sabemos, que nadie está en el secreto de cómo será el futuro. La clave puede radicar en el uso que se haga de internet y de las redes sociales y en las nuevas formas de negocio editorial que propician, como dicen los expertos. A lo que yo diría que seguramente, siempre que no se olvide que internet no es un fin en sí mismo, sino una plataforma para hacer lo que nunca debió dejar de hacerse: separar el grano de la paja y salir a la calle para contar lo que se ve, no lo que nos dicen que miremos. Tal vez así recuperemos el respeto perdido.
7.05.2013