Kabalcanty
Fantasma (1ª parte)
"Soy un fantasma que desea lo que
todos los fantasmas: un cuerpo."
(William Burroughs, "El almuerzo desnudo", 1959)
Siempre me he tenido por una persona pragmática de esos que sólo creen aquello que pueden tocar y nunca me fue mal del todo en esta vida. Bueno…….hasta ahora. Me gustaba andar por caminos que controlaba sin riesgo a que, a la vuelta de la esquina, tropezase con el sinsabor de la sorpresa desagradable y mí andadura acabara errada. Conocí a una mujer cabal, me casé, tuve un par de hijos y he mantenido a mi familia hasta hoy con mi trabajo de vigilante nocturno en una fábrica de colchones en el extrarradio de la capital. La rutina era mi felicidad y siempre pensé que así sería hasta el final de mis días, sin embargo desde la semana pasada ha ocurrido algo que ha alterado mi vida. Y si hoy digo: "Nada es lo que parece", piensen que lo dice un hombre que no creía precisamente en lo hipotético.
Vigilar en la noche me ha enseñado que los ruidos insignificantes se multiplican y acrecientan con el silencio nocturno hasta poder dar la sensación de algo realmente alarmante. La experiencia le relaja a uno a fuerza de comprobar que nuestras sospechas son bagatelas y que sólo las fomenta la desbordada imaginación o el miedo absurdo que provoca la soledad en medio de la oscuridad de la noche. Mucha culpa la tienen las películas o esa literatura que propone una dimensión extraordinaria a lo que es solamente falta de luz. La oscuridad alimenta espectros, fantasmas, brujas o, más abundantemente, asesinos sangrientos en busca de presas propicias.
Nada de eso me conmovía, excepto en mis días remotos de inexperiencia, en mis jornadas laborales donde la noche jalonaba todas mis horas en nómina.
Pero todo esto cambió hace exactamente siete días. Era viernes y la fábrica dejaba de funcionar un par de horas antes con motivo del fin de semana por lo cual yo comenzaba a trabajar antes que el resto de los días. Todos se despedían alegres y muchos me repicaban con los dedos en los cristales de la garita despidiéndose jubilosos. Yo también compartía esa alegría pues terminada esa jornada nocturna no volvería a la fábrica hasta el lunes por la noche; la empresa había contratado para los fines de semana los servicios de una empresa de seguridad que me tenía con la mosca detrás de la oreja por si se extendían sus tentáculos al resto de las noches y me ponían de patitas en la calle.
— Que tengas un buen "finde", Manolo.
Les escuchaba decir, enfundados en la promesa de un sábado y domingo dichoso y libre de ataduras.
Cuando salió por la puerta don Cristóbal Herraiz, el director, que siempre se demoraba hasta una hora después, cerré el portón y eché las cuatro vueltas de llave, igual que hacía todos demás días dos horas después.
Los viernes veía atardecer desde el patio de la fábrica y eso le daba un toque diferente a la última jornada de la semana.
Bien, vi atardecer y, como solía hacer habitualmente, me tomé una lata de cerveza mirando el cielo rojizo a la vez que me fumaba un cigarrillo de los tres que me llevaba para pasar la noche. Fumar es nocivo, eso lo sabemos todos, pero se acrecienta su insalubridad cuando uno cumple ya los sesenta años. Por ello (lo decidí hace unos años) sólo fumo tres cigarrillos, exclusivamente por las noches; los fines de semana ninguno, de lo cual está encantada la Carmen, mi mujer.
Di la vuelta por el patio de la fábrica con las últimas luces y recorrí la primera y segunda planta del interior cerciorándome de que las puertas exteriores, alarmas y dispositivos contraincendios funcionaban correctamente. Para ser un perfecto vigilante es imprescindible la minuciosidad y la perseverancia, al contrario que esos llamados "vigilantes jurados" que manosean su rutina laboral colocándose unos auriculares para escuchar la radio o música o ven series desde su teléfono móvil. Eso desmerece el trabajo eficaz de un buen vigilante, es vergonzoso. El único entretenimiento que le permito a mi vigilancia es mi media hora de cena y escuchar en el transistor, sin auriculares por supuesto, y en el tiempo que estoy dentro de la garita, el programa de la Cadena Internacional "Contigo hasta el alba" que lo conduce la presentadora Lola Catalá. Es un espacio donde la gente que no duerme llama para contar lo que sea: historias, fantasías o pareceres que a uno le acomete la soledad de la noche. Cierto es que, con la ingente cantidad de madrugadas que llevo escuchando el programa de Lola Catalá, he llegado a la conclusión de que hay muchísima más gente sola y abatida de la que todos pensamos, muchísima más, y más por las noches.
Después de cenar unas albóndigas, con ese toque de perejil que sólo la Carmen le sabe dar, salí ese viernes a dar la segunda ronda. Hacia un poco de biruji por lo que me subí las solapas y me ceñí el cinto al cuerpo de la guerrera.
Comencé, como de costumbre, por la planta superior comprobando con mi linterna y mi oído fino que todo marchaba tan estable y silencioso como debe pasar en la noche de una fábrica sin actividad. Resonaban mis pasos y el roce de mi ropa al pasar por entre la maquinaria en descanso. Las luces amarillentas de emergencia, en lo alto de las puertas que conducían a las escaleras, tomaban la aureola mortecina en las cuatro esquinas del pabellón.
Al bajar a la primera planta, encendía el segundo pitillo. Lo saboreaba observando, tras la cristalera que daba al patio y a una parte del muro perimetral de la fábrica, cómo la noche se las apañaba con su sigilo y su paz. El cielo siempre, en esta época invernal, más vivo que en verano, que siempre anda borroso y casi inexistente, y la brisa helada moviendo las ramas peladas de los plátanos de sombra como si fueran los brazos famélicos de una hechicera malvada.
En ese instante, cuando fumaba contemplando otra noche más desde el lugar de costumbre, fue cuando vi el reflejo cruzar aprisa tras el ventanal. Se detuvo un instante a mirarse de frente, me pareció que con cierto descaro, para luego perderse en la oscuridad del patio. Aunque en un principio me sorprendió, sacudí la cabeza con desinterés mientras aplastaba la colilla. Sin embargo, cuando volví a levantar la cabeza, su rostro intenso se pegaba irrefutablemente contra el cristal que nos separaba.