Carlos Regojo Solla
Arena
No hace falta recurrir a Tom ni a "Jaquelberry" para navegar por un río y llenarlo de vivencias. Nuestro Mississippi no tiene nada que envidiar al que describe Twain reflejo de sus propias andanzas. Cualquiera de los adolescentes de la época a la que me refiero, podría hoy recordar las andanzas en las tardes de canícula bajo la arboleda de plátanos a ambos lados del recorrido, camino de las escalerillas, en el entorno de los dos viejos pilares que tardaron años en ser puente, donde nos dábamos un generoso baño intercalado con los partidos de futbol en la alamedilla contigua, para luego rematar las tardes con los lances de fruta en la finca de Monteporreiro. Era un pequeño recorrido entre lo que hoy son el puente de los tirantes en su margen izquierda y la playa fluvial. Camino de, como decía, si la marea estaba baja, nos parábamos a observar a los areneros, apenas contados con los dedos de una mano. Dos de éstos sobresalían por su presencia continua al mando de sus gabarras, unos inmensos cajones de cinco a seis metros de eslora por casi dos de manga y otros dos de alto, varadas en os bancos de arena dorada por las micas, que introducían a paladas en el interior de las embarcaciones. Moncho era un hombre alto y atlético con una musculatura que todos envidiábamos. El "Manco", un hombre más bajo y con un muñón por antebrazo izquierdo reforzado por un lustroso cuero negro, no desmerecía lo más mínimo en su trabajo. Ambos desarrollaban una actividad sincronizada enterrando la pala en el arenal, dando un golpe final con el pie descalzo en el borde superior metálico, inclinaban el mástil haciendo fuerza en la cruceta y arrancaban una palada exacta, siempre la misma, del lecho del río para enviarla en un vuelo parabólico por encima del lateral de la gabarra a su interior. Admirábamos su fortaleza y tesón bajo aquel sol que quemaba con fuerza. Si tenemos en cuenta la duración de una marea y cotejamos con las dimensiones de las gabarras, aquellos hombres cumplían por los pelos el llenado de la embarcación, conseguido el cual se subían a la misma, rebosante de arena y hundida hasta el mismísimo borde y se impulsaban con una pértiga sobre la que caminaban de proa a popa corrigiendo los desvíos moviéndose desde babor o estribor para dirigirse a unos puntos fijos de desembarque todos en la margen izquierda donde descargaban la arena de gran calidad que luego era utilizada para la construcción. Un tercer arenero, ya mayor, tenía su gabarra volcada sirviéndole de casa, justo donde hoy está el anclaje del puente de los tirantes, rotonda y jardines incluidos. Allí con calma apañándose de un mazo de hierro, picaba piedras de granito para hacer morrillo utilizado en las carreteras.
Hace poco, Maruja cerro sus persianas enfrente a las mías. Últimamente, si coincidíamos nos echaba besos con su mano. Maruja estaba pachucha y quiso ir a ver a su marido Moncho.