Kabalcanty
Una última guerra (Parte 2ª)
Hombres y mujeres armados y un vehículo antiguo dotado con artillería antiaérea con mirilla digital custodiaban la entrada de la ciudad libre Elíseo 3. Al atardecer, atisbaron al grupo que, extenuado, se acercaba lentamente a las puertas de la ciudad.
El capitán hizo detener a la brigada y se adelantó. Mostró sus credenciales desenrollando un cilindro de papel arrugado.
— Un momento -dijo un hombre con una vieja camisa militar y una gorra de visera- Voy a comunicarlo al mando, señor.
En unos minutos las puertas se abrieron para que todo el contingente entrara en la ciudad.
Hallaron unas calles abarrotadas de gente que, festivos, les lanzaban botellas pequeñas de agua y viandas envueltas cuidadosamente en papel aluminio. Había pequeñas cantinas, tiendas que lucían sus enseres en escaparates modestos, balcones que vitoreaban el paso del grupo. A falta de luz, se encendieron unas farolas que, con su luz lunar, resaltaban la alegría de las calles.
Dos hombres, fusil al hombro, les condujeron hasta un edificio viejo, con la fachada fracturada en un lateral, ondeando en lo más alto una bandera tricolor. Esperaron en la puerta recuperado el grupo del calor asfixiante de la jornada, aunque era más por el regocijo del recibimiento que por verdadero reposo.
— Bienvenidos, compañeros, a Elíseo 3. Os esperábamos desde hace un par de días como nos notificó el General Atienza.
Lorenzo se fundió en un abrazo con la mujer que los recibió.
— Soy Susana Espinoza, regidora de esta ciudad libre.
El capitán se presentó haciendo mención de sus dos hombres de confianza.
— Roberto, Martín -dijo enérgica, clavando su perfil indiano en la luz blanca de las farolas- llevad a la brigada a la Casa de Transeúntes. Que les den camas, ropa limpia, aseo y comida hasta que podamos recolocar a todos. Si os hace falta ayuda, buscad tropa en el cuartel norte.
Los hombres se pusieron al mando del grupo y desfilaron calle abajo.
— Vosotros os alojareis aquí, -dijo la mujer señalando el edificio a su espalda- no es un palacio pero descansareis y mañana os pondré al día de todo lo que tenemos por aquí. ¿Ok?
Los tres hombres asintieron.
Temprano, al día siguiente, una bandeja de churros y unos cafés humeantes les esperaban a los tres hombres en un comedor repleto de muebles viejos. Susana les esperaba sonriente. Tenía el pelo negro, largo, recogido en una gruesa coleta, las cejas espesas y bien dibujadas, los labios gruesos y la mirada firme y limpia que ofrecían sus ojos rotundamente negros. Vestía el mismo pantalón vaquero de la tarde anterior y una camisa holgada, de diferente color de cuadros, que se ablusada en su cintura un par de tallas a la suya.
— Después de desayunar visitaremos el frente ¿ok?
Los tres hombres, aseados y con ropa limpia, parecían bastantes años más jóvenes que a su llegada.
— De jovencita, en Chile, desayunaba marraquetas con tajadas de jamón y queso, dulce de mora y alfajores y panqueques. -dijo Susana, escudriñando a los hombres risueña- Wow, una barbaridad, una pasada. Conocí los churros acá y desde entonces me he hecho una adicta.
En los veinte minutos que les llevó llegar al frente, la regidora les contó algo de su vida. Chilena nacida en una familia acomodada, sobre los veinte años se vino a Europa por la inquietud que la juventud da a la aventura de saltar el charco. En Paris, trabajando para un periódico modesto, conoció a Denisse Magné, cuando todavía no era conocida por su grupo reivindicativo “Les femmes á venir”, y eso la introdujo en el medio político clandestino de la época. Luego pasó a Portugal y fundó con la Magné una revista cultural de preponderancia femenina.
— Mi llegada a este país -dijo mientras conducía el todoterreno por un camino terroso salpicado de baches- se debe más a lo sentimental. Conocí a un hombre y me dejé llevar por la pasión.
— La pasión es la sal de la vida, Susana; todos tropezamos adrede.
Añadió Lorenzo haciendo un ademán de incapacidad.
El frente era un secarral con unos toldos montados sobre unos mojones de hormigón. Los combatientes, aburridos, mal uniformados, sudorosos, se apostaban en unas trincheras donde los juegos de naipes eran más frecuentes que las armas, recostadas sobre los muretes de tierra. Las mujeres alborotan más que los hombres enfrascadas en un juego de damas que movían en sus teléfonos móviles. Todo parecía más cerca de la paz que de la guerra.
— Es el comandante Rodríguez al mando del frente.
Dijo Susana, presentando a un hombre que lucía una estrella roja en un casco oxidado desde donde destilaban ríos de sudor que brillaban los lados de su rostro.
— Las guerras han cambiado -dijo el comandante, abarcando con sus ojos lo sosegado de sus combatientes- La táctica se hace desde un ordenador y la aplicación desata miles de muertes pulsando un solo botón. De todas formas, hay que cubrir lo formal, digamos, en los frentes.
Todos asintieron algo cabizbajos.
— El caso es que esta guerra informatizada está más del lado de los contras que del nuestro; ellos cuentan con la sofisticación efectiva de la guerra.
Susana miró severa al hombre de la pipa.
— Ellos cuentan con tecnología bélica, nosotros con la confianza del hombre libre.
La regidora de Elíseo 3 dio una dureza a sus palabras que enmudeció al hombre. Surgió un silencio que adensaba, aún más, el aire tórrido de la mañana.
— La libertad de la clase empobrecida ganará está guerra, compañeros, como en la película norteamericana más ñoña, pero esta vez será la última guerra, la de nuestra victoria.
Dijo Lorenzo con ardor y extendiendo una espléndida sonrisa en su rostro requemado.