Carlos Regojo Solla
Gaston
He tenido que hacer una gestión comercial en el polígono industrial de las Gándaras, en O Porriño, cercano a los humedales de Salceda donde aún era posible observar no hace mucho algunas de las últimas tortugas endémicas de zonas estancadas en Galicia. Desde ese complejo industrial echo una mirada al vecino Faro de Budiño, en otro tiempo un enorme monumento natural en granito "magnético" y escuela de escalada de la cual han salido estupendos trepadores alguno de los cuales, perteneciente al club de Montañeros Celtas, se ha quedado para siempre en cumbres del mundo, durmiendo su propio sueño, y es que, en montaña, si caes y tienen que dejarte, quedaste en el mejor de los lugares. Destacadas cimas como las alturas de Chamonix, paso intermedio a las cumbres himalayas acaecidas posteriormente, determinaron el avance en dificultad que hacen de las paredes de Faro de Budiño pioneras conquistas sobre aquellas otras en la cima del mundo. Viendo lo que ocurre en el frontal en aquella vieja mole gris ahora descarnada por mor de su explotación en cantera, mi recuerdo va años atrás, finalizando los setenta cuando lucía toda su majestuosidad. Y "porque estaba allí", con su mística, tentó a muchos.
Me sorprendió su habilidad cuando le vi trepar por las paredes de granito -algunas de dificultad considerable- con aquella soltura, siguiendo los pasos y gritos de ánimo de Andy, un hippie delgado y greñudo que se había afincado por la zona próxima a las paredes, cobijado en uno de tantos recovecos, casi cuevas, en el interior de un saco de dormir, lugar que dejó a las dos o tres semanas, abandonando a su amigo en la más absoluta de las soledades en el amplio espacio de roca y senderos del viejo y misteriosos gigante rocoso porriñés, muy apropiado para una aventura arquitectónica de Antonio Palacios que, de seguro, pasó por su imaginación alguna vez.
Solía acudir algunos fines de semana y tuve la suerte de ser destinado en las cercanías ( Salceda de Caselas) poco después, circunstancia favorable que me permitía aprovechar por la semana el intermedio de tres horas en el tiempo de comida para dirigirme a la zona con mi viejo "Seat Ritmo" de color amarillo que lo aguantaba todo. Consumía, de aquellas tres horas, una hora u hora y cuarto en el viaje de ida y vuelta disponiendo para mi disfrute de un par de horas que se me iban en un vuelo. A mi llegada, el abandonado Gaston, al oír llegar el coche por la pista de tierra, me salía al encuentro de entre la vegetación. Juntos realizábamos el rutinario circuito hasta la placa de las Golondrinas, una plancha en granito prácticamente vertical que él no podía subir por lo que se quedaba en la base esperando que yo rematase la pequeña ascensión de unos cuatro a cinco metros apoyando en unos granos de cuarzo gordos y amarillentos estratégicamente situados como únicas presas que permitían un ascenso libre razonable y un descenso, también en libre, menos razonable.
--Gastón -le decía -Si me la pego, vete a buscar ayuda.
Una vez arriba me sentaba en la repisa, abría mi pequeña mochila, sacaba las viandas y nos poníamos a comer los dos, él con lo que yo le iba sirviendo desde arriba, mientras disfrutábamos del sol y del paisaje. Luego del descenso de la placa me seguía hasta otra pared que ambos subíamos sin dificultad por uno de sus laterales. Tras un anclaje fijo ya existente en la cima, bajaba rapelando en Dulfer, sin arnés ni descendedor, técnica de improvisación molesta que solía dulcificar atando a la cintura un viejo jersey que menguaba la fricción de mi cuerda roja recientemente adquirida en "Sualonso", comercio especializado en material de montaña de Vigo regentado por una familia de montañeros. Gaston bajaba a la par, inquieto y nervioso, por el lateral de subida con querencia a meterse en la pared en zonas más fáciles intentando, a mí disgusto, llegar a la altura en que me encontraba y los dos rematábamos el descenso sin más problemas. Iniciaba el ascenso de nuevo esta vez en escalada con el seguro de un prusik flojo hecho con un cordino largo que me ataba al cinturón y que iba subiendo con la mano conforme ascendía; una vez arriba desataba y recogía la cuerda y volvía a bajar a pie por la parte fácil, acompañado siempre por Gaston, me dirigía al coche y regresaba a mi turno de tarde en el trabajo donde mi colega Maricarmen esperaba para abrir la escuela, llevándome la mirada implorante de mi amigo Gaston hasta el día siguiente.
Gaston Rébufat fue un alpinista francés que sirvió de escalador modelo entre los cincuenta y los setenta, cuando la montaña no estaba comercializada y una cumbre, grande o pequeña, fácil o difícil era una aspiración donde la competitividad no tenía lugar. Él también dio el paso desde los Alpes a los "ochomiles" como la gente de Montañeros Celtas a los que ya me he referido. Las montañas comenzaron luego a ser protagonistas de récords y agujeros, basuras y comercio que desvirtuaron la pureza de sus aproximaciones, senderos, vivacs, campamentos base, lagunas glaciares…. Hoy día, por lo que observo, la escalada es tan segura como el avión. Cierto que los escaladores actuales tienen unas facultades impensables, aunque casi siempre estén basadas en un material también impensable, y digo casi siempre porque, es obvio, excluyo en esta aseveración a la escalada natural.
Comenzando el verano, la zona se fue llenando de montañeros y Gaston, aquel pequeño chucho de pintas, a quién alguien había bautizado con el mismo nombre del escalador frances, expresaba su contento con carreras de acá para allá y, con frecuencia, ya no era de mi exclusividad. Se le veía trepar por aquellas paredes como si estuviese poseído por el alma de un viejo alpinista. Un día me lo encontré muerto al pie de una de aquellas paredes, abandonado. Quedó donde quería quedar cuando se tiene el veneno de la montaña en el tuétano; aunque aquel no fuese realmente un final apropiado para Gaston.
Vayan estos recuerdos al club de montaña vigués, a sus buenísimos escaladores, a las conmemoraciones de Reyes donde los hijos de los socios siempre tenían un regalo y, como no, a Gaston, el chucho escalador y sus "ochomiles" logrados en esa mole de granito llamada a desaparecer que aún se yergue en O Porriño.