Kabalcanty
Una última guerra (Parte 3ª)
La Casa de Transeúntes no era otra cosa que la antigua cancha de baloncesto del Club Universitario. Habían llenado de colchones el parquet y habilitado como comedor las gradas. En los pasillos de entrada al pabellón y en los vomitorios se tendía ropa variopinta que colgaba de cuerdas de polipropileno. Todo era bastante caótico debido a la cantidad de personas que se aglomeraban en el recinto.
El grupo de recién llegados, algo más despejados tras pasar la noche durmiendo sobre un auténtico colchón, se arremolinaban en uno de los esquinazos de la pista de básquet indecisos por tomar cualquier decisión inoportuna.
— Si supiésemos siquiera a quién diantres hay que dirigirse en este galimatías tendríamos algo hecho.
Decía Saturnino Esparza, un anciano espigado que contaba haber sido poeta años atrás.
Luego todo fue más sencillo porque terminó apareciendo una joven vestida con chándal, Lucía, y les fue instruyendo sobre las obligaciones de los acogidos en la Casa de Transeúntes.
— …..hasta que, por núcleo familiar, os vayamos recolocando en las casas de Elíseo 3.
— ¿Eso tardará? –preguntó el viejo, levantando ostentosamente sus pobladas cejas.
— Con la jodida guerra contra los contras andamos escasos de personal pero, poquito a poquito, todo se andará -le contestó Lucía, solvente.
Tras el desayuno y el aseo, fueron ayudando a la limpieza y al orden en las instalaciones deportivas mientras los más ancianos se encargaban de cuidar de los niños en el arenal del exterior. Aunque la organización que comandaba Lucía era bastante buena, la asistencia a los enfermos era una de las tareas que, aparte de ocupar más tiempo, tenía bastantes lagunas. Había sólo dos médicos, a los que ayudaban diez personas especializadas en sanidad, para unos ciento cincuenta o sesenta enfermos que se aglutinaban en los antiguos vestuarios. Precario aparataje y escasez de material sanitario redondeaban esa situación desbordada.
Entre las personas que componían el grupo al mando del capitán Lorenzo había numerosas que se consolidaron como "familia" en la diáspora que causó el avance de la guerra. Recorriendo el camino para alejarse del avance contrarrevolucionario se fue nutriendo el grupo con gentes que habían perdido familia, enseres, casas, y se unían al grupo para seguir soportando la vida. De esa manera se formó, por ejemplo, la pareja de Ruth y Julio, viudos ambos que se unieron en la encrucijada que unía las ciudades de Liberta 5 y Acracia Omega. Él farmacéutico y ella auxiliar congeniaron primero por el nexo de su profesión y, posteriormente, les unió la chispa del amor y la esperanza de tener un futuro. Esa familia creció uniéndoseles primero el viejo Saturnino Esparza, ejerciendo como una especie de páter putativo que les entretenía con sus largas charlas y sus ocurrencias de viejo descreído; luego "adoptaron" a Emilio, un niño de siete años huérfano de la ciudad Capital, una de las más castigadas por los misiles contras. Los cuatro vivían como familia al igual que muchos otros del grupo.
La novedad de las costumbres en la Casa de Transeúntes les hizo, a estos cuatro miembros de esta espontánea familia, sentir el tiempo con la impronta de la brevedad, olvidando el escarpado y lento peregrinar por la sierra o las bochornosas jornadas por los páramos.
Después de cenar unos panes con leche en polvo y galletas, el viejo acostó al pequeño Emilio y comenzó a contarle una de sus historias en la selva amazónica de Bolivia en la que él, cuando "gastaba pelo y lucía unos bíceps que reventaba las mangas de mi casaca militar", capitaneaba una brigada en busca de "los secretos insondables que albergaba la tupida selva". El niño siempre se dormía antes del final del relato y era entonces cuando Saturnino se alejaba para encender su pipa y murmurar para sus adentros bajo el manto de los cielos nocturnos.
Ruth y Julio esperaban al anciano aquella noche en las afueras del pabellón deportivo. Abrazados por la cintura, contemplaban la zona de la activa ciudad juntando sus cabezas.
— ¿Qué tal noche hace, pareja de tortolitos? –dijo Saturnino, humeando la pipa en su boca.
Antes de que contestaran, antes de que se sentara junto a ellos en el arenal en un banco labrado sobre un demediado tronco, añadió hurgando en su petaca: "Mañana, sin ir más lejos, tengo que conseguir picadura de tabaco; estoy en las últimas".
— Anda, siéntate y deja de preocuparte por el tabaco -dijo Julio, haciendo una seña cómplice a Ruth- Te va a matar tanto humo.
— Me va a matar la vida, qué coño, o los cabrones de los contras, como a todos –dijo sentándose con dificultad.
La noche, como de costumbre, era estrellada, sin atisbo de nubes, con la luna creciente hincada en el tapiz oscuro. Las farolas, con su luz perlina, vitalizaban las sombras de los tres.
— ¿Sabéis lo que dicen los viejos de por aquí? -bajó la voz Saturnino como si sus palabras se le escaparan sin querer.
La pareja le miró expectante, desenlazándose.
— Que en las últimas dos semanas la llegada de refugiados es constante; todos los días reciben cientos.
El viejo chupó su pipa y lanzó el humo con brusquedad.
— Los contras han tomado Acracia Alfa y Elíseo 1 y 2; lo dicen todos y han estado hablando todo el día de barbaridades que cuentan los llegados. ¡Me cago en Dios!
Saturnino se llevó una mano a los ojos y ahogó un súbito sollozo.
Ruth y Julio volvieron a abrazarse pero esta vez haciendo blanquear a sus nudillos.
Saturnino fumaba sumido en un silencio que le rumiaba en su interior. Auscultaba el horizonte por encima de los tejados de las casas achinando los ojos como si deseara encontrar alguna señal.