Kabalcanty
Una última guerra (Parte 5ª)
Los tres hombres miraron desde la altura el Jeep Willys aparcado a un lado de la carretera. Su distintivo tricolor, pegado en el capó, lo distinguía en la noche. Sólo se detuvieron un instante, apresurados en su ascensión entre las rocas, hasta que el hombre de galones rojos en la guerrera urgió continuar la marcha. Brillaban sus rostros sudorosos y resonaba el golpeteo ocasional de la culata de sus armas al hombro chocando con las rocas. Silenciosos, entendiéndose por señas, su agitada respiración y el crujir de sus botas sobre la tierra dejaban una breve estela de su presencia.
A pocos metros de la primera cumbre, el hombre de los galones hizo un gesto de parada.
— Me adelantaré para ver desde la cima; esperad mi señal. Pásame los prismáticos, Roberto.
El soldado los sacó de su petate y se los tendió con cierta cachaza.
— Vamos, dámelos, coño, que parece que estás alelado.
— Abelardo, ¿estás seguro de lo que haces? -dijo el soldado Roberto.
— Yo sí, por supuesto -contesto el cabo preparándose- ¿Y tú, estás seguro de seguir queriendo estar con nosotros?
Sin respuesta, el cabo siguió su camino a la cumbre.
— Dudas ahora que ya nos hemos ido -dijo el otro soldado.
Roberto se frotó las manos y apretó los labios.
— Nos hemos ido del frente saltándonos las reglas por no dejar solo al cabo Abelardo. Le tenemos como amigo antes que como superior pero….. ahora desconfío que haya sido buena idea. Tendremos una sanción y no pequeña por saltarnos a la torera las órdenes.
La luz de la luna blanqueaba la parte alta de sus cascos al tiempo que sus labios sobresalían de la penumbra de sus rostros.
— Estamos más que hartos de esperar y nos pareció buena idea adelantarnos para ver el avance de los contras. Me sigue pareciendo una idea excelente a pesar de ir en contra de las órdenes. Es insoportable esperar a combatir contra fantasmas.
— Lo es, sí, pero son los que ordenan los que se supone que organizan; somos soldados, joder.
— Soldados que queremos combatir y no esperar la muerte tras una trinchera de mierda. ¿Entiendes? Además, en cuanto localicemos la posición exacta de los contras nuestra misión estará acabada; seguro que volvemos antes del toque de diana.
El soldado Roberto sacudió la cabeza y se cruzó una mirada con el otro. Sacó un paquete de cigarrillos de marca extranjera y le ofreció al otro.
— Hostia tú, vas de lujo. -dijo su compañero, fijándose en el paquete.
— El contrabando, tío.
El cabo Abelardo se arrastró entre dos riscos para observar detenidamente con los prismáticos de visión nocturna. Las lentes verdosas se movían precisas en las manos del hombre. No parecía ver nada que no fueran peñascos entre tierra que rezumaba algún atisbo de de verdor y vegetación reseca cabizbaja. El silencio sonaba en sus oídos solamente como su propia respiración excitada.
Cuando escudriñaba la zona noreste sintió levemente el pinchazo entre las cejas. Fue algo fugaz que apenas le causó dolor, un alfiler atravesándole la cabeza de lado a lado. Apenas un anaranjado círculo milimétrico, por el que ya manaba sangre, dejó inerte al cabo Abelardo. Quedó tendido bocabajo, en la misma posición que estaba, con los prismáticos sueltos entre sus manos.
Las ruedas de oruga del pequeño artefacto fueron escalando eficazmente el terreno pedregoso hasta llegar al cuerpo del cabo. Ensamblado en su armazón, un telescópico cabezal, elevado unos quince centímetros, giraba trescientos sesenta grados mientras el vehículo discurría. Se detuvo junto al cabo para lo que podía ser un mensaje cifrado que salía de unas lucecitas verdosas desde el cabezal.
Concisamente, en el cielo, surgió una estrella más brillante, más cercana quizás, para perderse repentina zigzagueando tras un rastro huidizo de vapor.
Después el pequeño vehículo descendió un par de metros. Salieron unas patas desde los laterales y se equilibró entre las rocas. Luego el cabezal fue rotando despacio hasta hallar la posición adecuada.
Los dos soldados apuraban sus pitillos cuando el círculo anaranjado se posó en sus sienes. Primero fue Roberto que abrió desmesuradamente los ojos y se llevó las manos a la cabeza sintiendo la tibieza de la sangre. Luego fue el otro soldado, sin tiempo para recuperarse, el que notó la fineza del rayo atravesándole las entrañas. Cayeron hacia delante sobre sus colillas humeantes todavía.
La máquina se acercó hasta los cuerpos salvando admirablemente los obstáculos. Hizo el mismo ritual que con el cabo al tiempo que en el firmamento se organizaba la rauda ceremonia. Luego ascendió de nuevo hasta la cima, distanciada del cuerpo del cabo, y se quedó quieta con su cuello circulante.
La noche parecía tan tranquila y apacible como cualquier otra. Salvo esa rara estrella que partió zigzagueante en un súbito instante, el cielo estaba raso con su luna y sus titilantes cuerpos celestes. La muerte de los tres hombres había sido tan limpia y rápida que la calma nocturna apenas se inmutó.
El frente seguía cortando el terreno desde lo alto de la sierra como un tijeretazo en la extensión del páramo y, más atrás, la ciudad libre Elíseo 3 brillaba con su ignorante y receloso sosiego.