Jesús Iglesias
Bullicio infantil
Si existe un escenario en el que habite la alegría, se halla sin duda muy cerca de una playa. La conjugación de sol y mar es una de esas prescripciones infalibles para desinfectar las heridas del alma y abandonarse a las energías vigorizantes del nirvana. Siendo miembro nato del privilegiado club de las Rías Baixas, siempre que tengo ocasión y el clima de Galicia no hace de sí mismo, hago una escapada en busca de esa felicidad sin aditivos que emanan nuestros arenales. Aprovechando uno de los tantos caprichos y vaivenes meteorológicos de abril, con ese mismo deseo de dicha y paz, partí también de mi casa el pasado domingo por la mañana en dirección a la playa de Lapamán. Fui temprano para evitar tráficos y trasiegos, coloqué mi silla plegable mirando hacia el sol y me dispuse a atiborrar los chakras de energía.
Tal y como rezan las buenas historias de bar, el bienestar y la calma duraron hasta la llegada, anunciada a grito pelado, de una familia numerosa en la que venían representados hasta sus ascendentes de tercer grado. El ‘chiringuito’ que el clan se trajo a cuestas era tan ostentoso que, de haberse topado con una inspección, estoy convencido de que el Concello de Marín les habría impuesto el pago del IBI. Por supuesto, como buena estirpe gallega, cumplieron con la tradición de convertir el espacio en minifundio y se acercaron a mi toalla tanto que casi agarro la mano de la abuela al intentar acariciar la de mi novia. Tardé muy poco en enterarme de que Mari Carmen les echa Coca-Cola Zero a los cubatas para no engordar (estrategia que, a la vista estaba, no ha tenido el efecto deseado) o de que José votará a Vox “porque o PP non fixo máis que roubar”.
A la fiesta se unieron enseguida los cuatros niños de entre ocho y diez años que formaban parte de la frugal comitiva. Sus padres debieron de percibir que, después de que los chiquillos pisasen y llenasen de arena mi mochila en un par de ocasiones y me metiesen tres balonazos, yo comenzaba a pronunciar el nombre de Herodes entre dientes, así que les lanzaron una amonestación que me supo a tímida: “¡Non corrades tanto!”. Al rato, uno de los menores demandaba protagonismo con un llanto más roto y profundo que un ‘cante jondo’, pero con una motivación mucho más mundana… Quería agua el pobrecillo. Si sus padres gestionan con tantas dificultades una crisis de sed, ¿cómo harán para afrontar la pubertad de su hijo?
Su rabieta acabó por fundirse hasta desaparecer con el bullicio infantil (por emplear un eufemismo de griterío) que, minutos después de que llegase esta primera familia, atronaba ya en toda playa. Frente a esos alarmistas que advierten del envejecimiento poblacional de Pontevedra y prácticamente vaticinan la desaparición de toda la comarca en unos cuantos años, yo les aseguro que en Lapamán, uno de los arenales predilectos de las familias PTV, había el pasado domingo más niños de los que recibe semanalmente Portugal dos Pequenitos (estoy además convencido, aunque no haya datos oficiales al respecto, de que los carritos de bebé ya superan en número al parque automovilístico en el casco urbano del municipio).
De ningún modo piensen que, por no haber tenido hijos, tengo algo en contra de los niños. Al contrario de lo que mi madre piensa, los niños pequeños me caen generalmente bien. Los que suelen molestarme son sus padres y el modo que tienen de canalizar a través de los menores todos sus defectos, groserías y mala educación. No se puede culpar a los chavales de gritar, patalear, molestar o llenar de arenas las pertenencias de otros congéneres. La responsabilidad pertenece a los irresponsables (e ineptos) de sus padres. Solo la educación y la cultura permiten tener un respeto ilimitado por los demás y algunos ‘papás’ parecen no percibir que otras personas no tienen interés alguno en compartir las labores de cuidado que les corresponden a ellos. El problema no son los hijos, sino los padres.
Algunos progenitores me recuerdan bastante a los propietarios de canes que acuden a César Millán para poder ‘curar’ la agresividad de sus animales. Cada capítulo de ‘El encantador de perros’ nos deja la misma moraleja: los que están como unas maracas no son las mascotas, sino los dueños que les ha tocado padecer. Por si no hubiese piezas de convicción suficientes para demostrarlo, al cabo de un par de semanas con Millán, no solo descubrimos que el perro era una persona maravillosa, sino que los humanos ya llevan una vida ordenada, hacen la cama, tienen la habitación limpia y dejan de ponerle vestidos ridículos al animal. Una vez más, en Lapamán, los niños se portaron mucho mejor que los adultos y hasta un simpático cocker spaniel exhibió más modales y respeto por el prójimo que algunos individuos.
Todos los padres deberían tomar ejemplo de la pareja que hace un par de días accedió, en compañía de su enérgico hijo (de unos nueve años, calculo), a una céntrica cafetería de Pontevedra en la que únicamente había dos clientes en completo silencio: un joven ensimismado en la pantalla de su portátil y otro que observaba a través de la ventana con un té verde en la mano y que era yo mismo. El ambiente de paz que se respiraba era tal que, incluso cuando a una camarera se le cayó un jarrón con flores al suelo, me salió decirle: “Se te viene la primavera encima”. Así de absortos andábamos los tres en este sueño de calma cuando, como digo, atravesó la puerta con ganas de guerra este pequeño ser. Y podría haberse roto la armonía de no haber sido porque su madre, que se ha ganado la más profunda de mis devociones, interrumpió su primer y último conato de chillido con una memorable frase: “¡Ni se te ocurra perturbar este remanso de paz!”. Al niño se le vino toda la madurez de golpe y yo sentí que estaba en una playa desierta.