Kabalcanty
Una última guerra (Parte 6ª parte)
Saturnino Esparza rumiaba en la madrugada a la vez que chupaba su vetusta pipa. Estaba sentado en uno de los bancos de madera que se alojaban en la plazuela del edificio semiderruido del Ayuntamiento. El viejo, haciendo asentimientos y negativas para sí, estaba inmerso en un debate intrínseco que le abstraía de su alrededor silencioso. Llevaba puesta una ligera gorra de cuadros y un cárdigan abotonado hasta el cuello mientras, cruzado de piernas, tenía la mirada puesta en la avenida de entrada a Elíseo 3. Alternativamente escrutaba el cielo y retornaba a su vigilancia en la avenida.
En un rato vio aproximarse el todoterreno que conducía la regidora Susana. Giró en la plazuela y aparcó en un lateral del edificio Consistorial.
El anciano, incorporado en cuando les vio venir, les esperaba unos pasos retirado.
— Pero Saturnino, debería estar descansando a estas horas.
Dijo Lorenzo nada más apearse del vehículo.
La regidora se incorporó a la charla mientras los otros dos hombres iniciaban el camino hacia la puerta del Ayuntamiento.
— Les esperaba -dijo el anciano, retirando la pipa de su boca- Si no hablo con ustedes no podré conciliar el sueño.
— Algo grave debe ser -añadió Susana interesada- Pero pasemos dentro y estaremos más cómodos.
Saturnino hizo un gesto con su mano y se acercó más a ellos.
— No es necesario, seré breve y claro.
El capitán y la regidora se miraron para devolverle una seña de conveniencia.
— Sé de buena tinta que los contras nos tienen algo así como arrinconados, -comenzó el viejo, afianzando la visera de su gorra- que su ofensiva puede ser definitiva en cualquier momento.
Susana Espinoza quiso atajar y decir algo pero el viejo se lo impidió autoritario.
— No me interrumpa, señora, sé que usted quiere quitarle hierro a la situación, pero conmigo absténgase. Lo que quiero decirles es que esperar aquí no me apetece nada, nos machacarán como conejos, y que, en mi modesta opinión, deberíamos ponernos en marcha y dejar la cuidad. La ruta de la costa puede ser lo suficientemente segura hasta que alcancemos la frontera francesa. Es mi opinión, señores, y si ustedes no la consideran oportuna estoy dispuesto a largarme con aquellos que se sumen a mi parecer. Esa era mi urgencia por verles.
La mujer y el hombre volvieron a intercambiar una mirada. Lorenzo, envuelto en una seriedad que le perseguía ya durante horas, quedó envuelto en un mutismo pensativo mientras que Susana encaró los ojos del viejo.
— Es usted libre de hacer lo que quiera, señor, pero le ordeno que no altere la confianza de los demás. Sus conjeturas son sólo suyas y jamás voy a consentir que inquiete a la ciudadanía. Si usted quiere irse, váyase, pero por su cuenta y riesgo. Es cierto que las cosas no pintan lo mejor que deseáramos, sin embargo el abandono de este sitio sería la claudicación de los ideales que perseguimos desde que comenzó la contienda. ¿Ok, señor?
Saturnino asintió y se giró hacia el hombre.
— ¿Es usted, capitán, de la misma opinión?
Lorenzo esquivó el rostro y asintió silencioso.
— Entonces, buenas noches tengan ustedes.
Dijo severo el anciano y les dio la espalda para retirarse.
— ¡La pucha que nació al abuelo! -dijo airada la regidora cuando el viejo ya estaba distante- No puedo consentir esto, Lorenzo, levantaría el recelo en todos. ¡Joaquín, ven presto!
Uno de los soldados que custodiaban la puerta del Consistorio corrió hacia ella.
— Sigue al abuelito y, si ves que revoluciona, le haces preso. ¿ok?
El soldado Joaquín hizo un ademán marcial y fue tras la pista del viejo.
Lorenzo se detuvo en las dos figuras que se perdían fuera de la plazuela. Luego se entretuvo en el cielo de madrugada y volvió al perfil de la mujer.
— Llegó la desconfianza, Susana.-musitó y emprendió camino al Ayuntamiento.
La regidora le siguió a unos pasos de distancia con el ceño fruncido y las manos fuertemente hundidas en los bolsillos de su pantalón vaquero.
Saturnino tomaba la dirección de la Casa de Transeúntes algo fatigado por su paso acelerado. Lanzaba el aire por la nariz sujetando su pipa apagada en una mano.
El soldado vigilaba la espalda del anciano desde la acera de enfrente.
Escasas lucecitas en las casas ornamentaban los alrededores con un abandono irremisible que se acrecentaba por la baja intensidad de las farolas que, pasadas las doce de la noche, perdían su potencia. Durmiendo o no, los ciudadanos esperaban un nuevo día entre insomnios o en vela. Puede que alguien rezara, o puede que alguien disfrutara de una victoria anticipada con los ojos cerrados y despierto.
Se escuchó el fragor amortiguado por la lejanía. Saturnino y Joaquín se volvieron y escudriñaron el cielo por inercia. El ruido se incrementaba pero el firmamento era el mismo: despejado y benigno. Hasta que, el viejo y el soldado, vieron aparecer la múltiple estela fulgurante que lanceaba el cielo arándolo como un zarpazo gélido. El zumbido se hizo ensordecedor apenas unos segundos y en sólo uno sus cuerpos se consumieron en ceniza blanquecina. Se hizo un hongo de tallo perlino y cabeza grisácea que cubrió Elíseo 3 hasta negar el cielo. Se escucharon chasquidos y derrumbamientos por doquier pero ni un lamento ni un suspiro ni ningún ay humano. La ciudad era una fumarada pesada de cima plomiza que se extendía y elevaba.