Kabalcanty
Las fieles turbulencias (Parte 3ª)
Me encontraba en el fondo de un pozo o en un valle muy profundo o en un agujero donde la luz no existía. Mis manos tentaban unas paredes húmedas, escurridizas, cristalinas y gélidas, que me hacían deslizarme una y otra vez. Mi movilidad era muy reducida, unos pasos hacia la izquierda, hacia la derecha, adelante o atrás, nada más, y mi visión era sólo negrura. Atisbaba la altura y las tinieblas formaban un muro infranqueable que parecían pesarme sobre la cabeza. No sentía miedo alguno hasta que comenzaban los ecos de las voces. Llegaban en oleadas, distantes primero, ininteligibles, para ir ganando en intensidad y comprensión. Voces superpuestas con preguntas o sentenciosas frases que llegaban hasta rozarme con su aliento y, luego, ascendían hasta el límite incomprensible de la negrura. Mi mudez se tornaba iracundia, cuando me sentía tan asediado como aterrorizado, y contestaba chillando, pataleando, tratando en vano de escalar la fosa en dónde me hallaba. Llegaban a dolerme las venas de mi cuello (las imaginaba hinchadas, desbordadas, con la sangre agolpada tratando de escapar) al gritar y sentir un acecho que nunca terminaba. Me agarraba la cabeza y sacudía mi cuerpo convulsionado mientras pronunciaba maldiciones e insultos. El tiempo era tortura y la oscuridad ya no me proporcionaba la protección que le daba el silencio. Caía de rodillas implorando el fin, el silencio mortuorio, pero de nada servían mis súplicas porque la sucesión seguía imperturbable. Todo solía terminar con un estallido, una descarga que anulaba mis oídos y me dejaba tendido en ese suelo irreconocible. Cesaban las voces, escapaban lamentosas al fondo de la noche como un aullido fatigoso. Deseaba despertar, volver a la oscuridad del principio, a la noche del silencio, sin embargo no podía. Mi lasitud me derrotaba inmóvil, pensaba en mover una mano o un pie y mis músculos no respondían. Ordenaba mi mente levantarme pero mi cuerpo continuaba tendido, desfallecido pero vivo. Cuando el último estertor de las voces sonaba en la lejanía, como el chasquido que cierra eternamente las oscuridades, notaba la angustia de la falta de aire. Boqueaba sólo mentalmente, conminando a mi cerebro insistente, desesperadamente, notando cómo mis pulmones se agitaban vacíos. Me dolían los párpados cuando mis pupilas buscaban entre la noche el éter inexistente. Me acababa ya, pronto, irremisible, solitario y torturado.
Bañado en sudor y con el corazón acelerado me despertaba en su sobresalto. Llevaba años soportando esta pesadilla que se repetía tres o cuatro veces al año. Necesitaba varios minutos para volver a la realidad, comprender que mi angustia fue soñada. Me quedaba la secuela de una migraña que tendría que combatir con analgésicos y la paz de la soledad.
Llevaba ya cinco días en la capital de provincia. Mi rutina consistía en estar en mi cuarto frente al pc encendido y observar inerte algunas frases que contenían el proyecto de mi novela. Salía a comer, alejado de la pensión, en un parque diferente al que lo hice la primera vez. Cambiaba de ruta y de ubicación en el parque y seguía tomando bocadillos y bebiendo agua en una fuente pública. Luego paseaba en las primeras horas de la tarde para, de vuelta a la pensión de Engracia, aprovisionarme de embutido o latas de conserva para la cena.
En ese quinto día, cuando llegué a la pensión con la bolsa de supermercado en ristre, León me esperaba en el rellano de la escalera. Me sonrió nada más verme subir el último peldaño del segundo piso y fue a mi encuentro poniéndome con camaradería la mano sobre el hombro.
— Puede que tenga algo que te interese, supongo -me dijo asintiendo gozoso.
El chicle que mascaba me trajo un fuerte olor a mentol.
Cruzamos el umbral de la pensión y se apostó en el marco de la puerta de mi cuarto.
Con los ojos clavados en el suelo, murmuré un dolor inoportuno de cabeza y que necesitaba una pastilla y descansar.
— No te entretendré nada, yo te lo digo y lo piensas tranquilamente -me dijo; su rácana barba parecía rozarme el rostro- Hay un puesto vacante en la secretaría de la Escuela de Actores y he pensado que podría interesarte. Sería un contrato para un par de meses. Lo discutes con la almohada y mañana me dices, ¿de acuerdo?
Asentí atropelladamente y entré en mi habitación echando el pestillo.
Cerré la persiana del todo para que me invadiera la oscuridad, el sol entraba hasta mitad de la cama. Me senté frente al encendido ordenador; el piloto del monitor en standby parpadeaba en rojo.
¿Un trabajo?, me dije varias veces mientras me ovillaba en la silla; notaba entumecidos brazos y piernas como doblados amarrando mi tronco. Necesitaba trabajar, siempre necesité trabajar, aquí y en la gran ciudad y no seguir viviendo del dinero de mis padres. Eso ya lo sabía de sobra. Si deseaba realmente encauzar mi vida, si mi camino hasta aquí no era otro que tener una existencia propia sin "el infierno de los demás", tendría que encontrar un trabajo y León, el entrometido León, me lo ofrecía. ¿Tendría que ser "demasiado" agradecido por su oferta? ¿Tendría que soportarle a mi lado, su conversación, su compañía, su aliento endulzado, por aceptar el trabajo? Pero, sin duda, era prioritario que encontrara un empleo. Todos hacían eso para mantenerse en orden con la sociedad y, aunque a mí me importaba una mierda ese orden, debía de reconocer que ese dinero que me darían por el empleo mantendría a salvo mi individualidad. Tendría que doblegar, en parte, esa parálisis que me dejaba mudo y me obligaba a salir huyendo; tendría que comenzar a comportarme; tendría que dejar mi novela… si es que alguna vez tuve la intención de comenzarla.
El resplandor solar se hacía rojizo filtrado entre las lamas de la persiana, un sanguinolento reflejo que se estiraba en el suelo del cuarto como una residual herida. Pensé que la noche se dejaba querer remolona, mirándome con lástima.