Alexander Vórtice
Motivos para admirar a John Balan
A todos nos ha pasado que comenzamos admirando a una persona y de la admiración pasamos a la decepción en menos de 0,5 segundos. Una cosa va de la mano de la otra. Al amor y al odio los separa una trinchera minúscula, casi impalpable, al igual que se separan dos cosas opuestas que, con el paso del tiempo, acaso vienen siendo lo mismo.
Con características propiamente humanas, admiro al triunfador -en el sector que sea- que se muestra humilde, aún sabiendo que la humildad no es más ni menos que un escudo incorpóreo con el que intentamos no dejar ver a los hooligans que habitan en nuestro corazón.
Admiro muy profundamente al perdedor que se levanta una y otra vez tras el golpe recibido y casi definitivo. Admiro el amor incondicional de una madre, o de un padre, o de un amigo… Admiro a ése que ha permanecido a mi lado aun sabiendo que poseo más defectos que virtudes, más daños que años.
Admiro al ser humano que, aun sabiendo que el mundo es un sumidero clandestino, sonríe al valorar los primeros rayos de sol. Admiro al político honrado, al crío ensimismado con su primer juguete, la risa conseguida gracias a un buen chiste o ese brindis que algunos hacemos al ver que las décadas pasan y el hartazgo y la ilusión se nos muestran a partes iguales.
Ciertamente, y como digo, no admiro a muchas personas, a no ser que éstas se muestren sin artificios, como seres extraordinarios…, excéntricos de nacimiento o por desgaste, personajes que pasaron por la vida -aún pasan- y dejan tras ellos un halo de indiscreción, incluso, de temeridad vital.
Hace ahora poco más de dos décadas, cruzando yo el puente de A Barca, encaminado a visitar a mis abuelos que en aquellos días residían en Poio, me percaté que a unos pasos delante de mí caminaba el mítico John Balan.
A Balan lo conocíamos en Pontevedra de toda la vida: un artista prodigioso nacido en Seixo, Marín, que llegó a visitar en los años 80 la Casa Blanca y, al no querer recibirlo el presidente de turno, Ronald Reagan, dijo algo así como “lo siento, peor para él” (y tan ancho que se quedó el hombre).
Pero, volviendo al puente de A Barca, llegó un momento en el que Balan se paró en seco, situándose de cara al río. Yo estaba aproximadamente a treinta pasos para ponerme en paralelo con su ser, cuando, cuál fue mi sorpresa al ver que el viejo cowboy marinense se abría la bragueta, con ello dejando asomar su miembro, para inmediatamente comenzar a miccionar hacía el Lérez.
Ante tal acto, intenté no inquietarme o mostrar sorpresa, por lo que no desaceleré el paso. Cuando pasé a su lado masqué normalidad y sosiego, procurando no echarle un vistazo de cintura para abajo. Nuestras miradas se cruzaron tal y como el destino lo había marcado, y Balan aprovechó para decirme “hello, my friend” con un perfecto acento inglés norteamericano.
Cien metros más adelante recuerdo haberme parado para encenderme un cigarro y profundizar sobre lo sucedido. “John Balan orinando desde un puente sin importarle nada ni nadie…”, me dije. Y supe en ese preciso instante que yo admiraba a aquel hombre con atributos propiamente galaicos, pero con un espíritu beneficiado por el sobrecogedor sol que aliña el viejo Oeste.