Kabalcanty
Las fieles turbulencias (Parte 4ª)
Después del desayuno y tras decirle a la tetona de Engracia que tenía a la vista un trabajo con el que podría pagarle mi estancia sin problemas, me fui sigiloso a mi cuarto. Estuve atento al trasiego del pasillo y me hice el encontradizo con León. Le dije básicamente que aceptaba ese empleo y que podía ponerme a disposición cuando lo deseara la administración de la Escuela de Actores.
— Pues esta misma tarde, si puedes, te pasas por ahí. Preguntas por mí y yo me encargo de presentarte a Lola. Es genial que hayas aceptado, quien sabe, lo mismo alargan tu contrato y te haces un hueco en la Escuela.
Quiso seguir la cháchara pero, no sin antes pedirle la dirección exacta de la Escuela de Actores, aludí una consulta con el dentista a la que ya llegaba apurado.
— Bien, -dijo, mesándose la barba rala- no te entretengo más, nos vemos esta tarde. Ah, por cierto, -añadió cuando ya salía yo por la puerta de la pensión- llévate el currículo.
¿Currículo? Me sonreí cuando bajaba las chirriantes escaleras de la pensión.
Apenas comí, preso de la ansiedad, y anduve perdiendo el tiempo por las calles de la pequeña ciudad. El día se había vuelto ventoso y gris, amenazando lluvia con los nubarrones impostados en los montes que se divisaban desde el puente que cruzaba el río que atravesaba la urbe, por lo que aproveché para pasarme por la biblioteca pública y redactar un currículo ficticio. No lo engordé demasiado pero sí lo suficiente para no se dudara de mi responsabilidad social como trabajador. Necesitaba el trabajo, eso lo tenía ya muy claro, y aupado por el simple de León, tenía que conseguirlo sin trabas ni sospechas. La vieja funcionaria de la biblioteca arrugó el morro cuando le pedí el favor de que me imprimiera el currículo, sin embargo terminó accediendo.
Me contrataron sin mucha parafernalia lo cual me entusiasmó: tres o cuatro preguntas de sencilla respuesta, unas miradas quedas a mis expresiones faciales y una ojeada rápida al irreal currículo. Lola Magallán, la directora de la Escuela de Actores que me presentó León, era una mujer extrovertida, risueña y que se creía la diva de las divas en lo que se refiere a sus poses y frases esnobistas.
— Los artistas, por mucho que nos contengamos en la realidad, somos avecillas sin jaula que no reparamos en mediocridades. ¿Acierto?
Me dijo, en el transcurso de la breve entrevista, poniendo piquito con sus labios rojo fuego.
Cierto que era una mujer madura, no exenta de una belleza salvaje, pero que sus delirios y su forzada caída de ojos daban motivo a la sonrisa menos cauta.
— Mañana nos vemos, querido. Bye, bye.
Me despidió desde el umbral de su despacho.
León me esperaba impaciente a la salida de la Escuela. En dos veloces zancadas me abordó nervioso perdido.
— Es genial, tío, maravilloso.
Traté de sonreír y me excusé diciéndole que tenía que hacer unas compras urgentes para encauzar mi nueva vida.
Sentía una prisa acuciante por llegar a mi habitación, mis piernas me llevaban tan rápido como quería mi cerebro. El trabajo parecía sencillo: actualizar el historial del fichero de alumnos ya que la Magallán había cambiado el sistema informático.
"Tendrás, además de renovar el archivo general, hacer fichas personalizadas con todo el histórico. Quiero que todo quede claro, sencillo y funcional. ¿Me sigues, baby?"
Me dijo la directora estirando sus manos por encima de su cabeza como si estuviera declamando un drama shakesperiano.
Mi trabajo se adaptaba perfectamente a lo que yo esperaba de él. Tenía un cuarto sólo para mí con un ordenador nuevo y una pequeña ventana que daba a un patio umbrío. Los demás componentes de la secretaría se esparcían en un par de salas con unos paneles acristalados que daban al despacho de la Magallán. Como me llevaba un bocadillo y una botella de agua de dos litros, apenas tenía contacto con los demás ni siquiera en el tiempo de la comida; unos iban a su casa a comer y otros lo hacían en los restaurantes cercanos. Llegaba a las nueve de la mañana y salía a las siete de la tarde. Me sumergía en el mundo de los archivos y, con los nombres, direcciones, teléfonos, notas y apuntes al margen, me enfrascaba en los miles de alumnos que habían pasado por aquella eminente Escuela de Actores. Me sonaban algunos, aquellos que triunfaron y eran referencia en el cine y teatro, y otros eran meras letras y números que iban encajando en el fichero renovado.
Tenía que soportar, los martes y jueves por la tarde, días en los que dilataba sus clases, la compañía de León y su infatigable conversación. Lo bueno es que no era curioso ni indiscreto y mis silencios no le valían más que para engalanar su soliloquio hasta la misma puerta de mi habitación. Una de esas tardes insistió en que entrásemos a un bar para tomarnos algo mientras charlábamos más distendidamente. Accedí ese día pero se lo puse tan negro (le conté que todos los días a las 19:45 me conectaba por skype para charlar unos días con mis padres y otros con mi novia y que era imprescindible seguir a rajatabla el horario porque ellos tenían que acudir a un locutorio cercano para recibir la conexión) que nunca volvió a sugerir la parada. Le debía parecer un tipo la mar de raro, desagradecido sobre todo, pero me importaba bien poco, aunque ni León ni otros en verdad lo merecieran.
Cuando llegaba por las tardes a mi habitación lo que sí hacía era encender el pc, abrir el archivo nombrado como "Novela Uno" y mirar detenidamente la veintena de frases que se extendían por la hoja semiblanca. Uno de esos días añadí una frase más y me emocioné. Sentí una especie de satisfacción por el trabajo bien hecho y por el pecho me corrieron cientos de hormiguitas que llegaron a hacerme sonreír con los ojos entornados. A la tarde siguiente la borré de mala manera.
Todo discurría casi a la perfección para mis intereses en esos veintitantos días que llevaba de vida laboral en esa capital de provincia hasta que las cosas comenzaron a torcerse. Nada hice para que todo se volviera amenazante, fueron los otros.