Jesús Iglesias
Justicia en blanco y negro
Al igual que sucede con otros oficios, como el de médico o el de militar, la profesión de juez ha logrado generar en nuestra sociedad una suerte de mitología en torno a unas supuestas capacidades de decisión prácticamente demiúrgicas. Los axiomas acerca de su autoridad ética y su infalibilidad profesional se han permeabilizado en el inconsciente colectivo de tal modo que, sin menospreciar las horas de estudio que han tenido que invertir para superar sus respectivas oposiciones (y aquí hago un inciso para recordar que Rajoy llegó a registrador de la propiedad y a presidente del Gobierno sin distinguir sujeto de predicado), en ocasiones nos olvidamos de que los magistrados son seres de carne y hueso, entre los que la inteligencia, la talla intelectual y la integridad se cotizan tanto como en los gremios de la ingeniería química, el periodismo o la charcutería.
Por lógica, sus años de formación los han especializado en un área muy concreta de conocimiento y preparado a conciencia para emitir sentencias y resoluciones y hacer cumplir las mismas, y aunque sus planes de estudios contemplan asignaturas que les invitan a plantearse el origen del actual ordenamiento jurídico, muchos de los alumnos de Derecho que conocí en Santiago se limitaban a 'chaparse' (y no es un mérito menor) todo ese conjunto de preceptos normativos que conforman la Ley española. Ni en mis cinco años de universidad, ni en los períodos que pasé realizando periodismo judicial en el edificio de A Parda y en la Audiencia Provincial de Pontevedra o preparando oposiciones de Tramitación Procesal, intuí en ellos, como colectivo de estudiantes, capacidades de carácter sobrenatural. Algunos de los que yo conocí desayunaban café con leche y tostadas, cometían errores gramaticales más que perdonables, eran incapaces de comprender la física cuántica, intentaban copiar en los exámenes, salían los jueves de borrachera hasta cerrar el Maycar y consideraban demasiado complejos los ensayos de Borges. Juro que eran tan mortales como cualquier empleado de banca o profesor de Primaria.
Afirmar que los jueces están capacitados para impartir justicia con imparcialidad y sobre la base de una interpretación objetiva de disposiciones jurídicas que están claramente delimitadas es tan hipócrita como defender la independencia de los tres poderes. Al margen del escandaloso sistema de selección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, hasta un letrado recién graduado sabe de sobra que las leyes están redactadas de tal manera que permiten tantas exégesis como las parábolas bíblicas. Así que nada puede resultar más farisaico que asistir a las airadas y prepotentes reacciones de algunos agraviados magistrados cuando la sociedad se atreve a discutirles sentencias que, a la luz de toda razón y decencia, son una auténtica salvajada. Y que lo son incluso, ya no solo en virtud de una cuestión de cordura moral, sino de aplicación sensata y ecuánime de esa ley: otras personas y jueces, con las mismas (o superiores) capacidades intelectuales y de comprensión lectora que los que han adoptado la polémica decisión, llegamos a la conclusión de que los magistrados en cuestión se habían agarrado una cogorza criminal cuando emitieron el fallo o que sencillamente son unos completos capullos reaccionarios.
Se refugian a menudo en el hecho de que los demás no estamos capacitados para interpretar los preceptos legales o en que no disponemos de todos los elementos para valorar las ‘complejas’ decisiones que adoptan. Sin ánimo de extralimitar el alcance de mis habilidades lectoras o de pensamiento crítico, creo que si he leído a Luis Martín Santos, Pío Baroja o Camilo José Cela, veo factible comprender el contenido de una ley, máxime cuando también he sido estudiante de Derecho. Y si es cierto que solo el magistrado dispone de una visión global de una determinada causa, dado que la aplicación de la justicia debe ser transparente, los legos estaremos encantados de que esos seres con capacidades sobrenaturales nos expliquen por qué, ante decisiones tan potestativas como la de decretar una prisión preventiva, algunos jueces siempre adoptan resoluciones que rezuman una determinada línea ideológica, retrógrada, machista, facha. A lo mejor no es que no entendamos las normas, sino que, con la misma ley en la mano, sus sentencias nos parecen el delirio de alguien que está como unas maracas o que precisa de una profunda formación en valores progresistas.
En el caso de algunos magistrados del Tribunal Supremo, su credo político marca de tal modo sus decisiones que ya puede saberse de antemano, y sin ningún temor a equivocarse, el sentido que tendrán sus fallos. Por aberrante que sea, a mí al menos no me ha sorprendido en absoluto que se haya paralizado la exhumación de los restos de Franco y que, como ha señalado el historiador Ángel Viñas (uno de los mayores expertos sobre la Guerra Civil), el Alto Tribunal se atreviese incluso a identificar al tirano, sin ningún tipo de rubor, como jefe de Estado desde el 1 de octubre de 1936. Tal y como ha apuntado, además de tratarse de un error, ya que el boletín de la Junta de Defensa Nacional publicó el 30 de septiembre del fatídico año un decreto en el que se nombraba a Franco "jefe del Gobierno del Estado" (la acotación ‘del Gobierno’ se la pasaron por el forro cuando tomó posesión), en un mundo decente sería inconcebible que los magistrados contribuyesen a legitimar al jefe de "una pandilla de facinerosos sublevados, alzados en armas bajo supuestos falsos contra el gobierno republicano". "El Alto Tribunal -mantiene Viñas- no conoce bien la historia. Conocerá el derecho estrictamente franquista, porque esta concesión es franquista".
La justicia española no es ciega. Tiene presbicia selectiva, ve en blanco y negro, y suele lucir esos pretéritos modelos de gafas de sol que tanto gustaban al luctuoso dictador. Antes de quitar a Franco del Valle de los Caídos hay que exhumarlo del Tribunal Supremo.