Carlos Regojo Solla
Navidades del 70
Terminada la jornada de trabajo, sobre las seis, en pleno noviembre, ya de noche, si no llovía, o si nevaba levemente, sin haber visto la luz del sol en días, siempre bajo un permanente cielo gris, casi noche perenne, solía salir a pasear por las calles históricas del Múnich viejo, adyacentes a "Rotkreuzplatz", entre las manzanas de casas de ladrillo visto de las urbanizaciones, planificadas de muy antiguo que guardaban el aire y el estilo particularmente ordenado y la organización perfecta de los alemanes. Recuerdo que, en los primeros paseos, aquellas planificadas urbanizaciones me recordaban las plantaciones de naranjos almerienses. En ambos entornos debías mantener la alerta de marcar un punto de referencia para no "perderte" y allí, una de esas referencias era el bajo de una de aquellas viviendas, adaptado como escaparate de una tienda de objetos relacionados con la pasada contienda que sumió a Europa en el horror, bajo la probabilidad - bien pudiera ser- que algunas de cuyas decisiones bélicas tal vez hubieran sido tomadas en el lugar. Os sitúo prácticamente a un tiro de piedra del denostado, incongruente y sarcástico arco metálico que sostenía el lema "Arbeit Macht Frei" que abría las puertas al horror de Dachau.
El referido escaparate ocupaba, el frontal de dos de sus fachadas, en la planta baja. Era una casa igual a cualquier otra del conjunto, urbanísticamente planificado en grupos de casitas bajas, tipo chalés, con una acera pública y de acceso común a un pequeño jardín individual, por lo que esta vivienda rompía un poco el aire de privacidad general del conjunto ya que debías internarte en la propiedad para contemplar, en el interior, los objetos de exposición. Allí, en penumbra, con tan solo la luz de unas mortecinas farolas, estaban expuestos gran cantidad de objetos relativos a la segunda guerra mundial: machetes, cascos, medallas, guerreras y variedad de recuerdos nazis y de los aliados …,lo más cercano al cristal, poco de lo mucho expuesto por mor de la escasez de luz, a veinticinco años de la finalización de la contienda mundial, cuando Bonn aún era la capital circunstancial de Alemania, lo cual quería decir que los aliados tenían la vigilancia repartida del país germano y Berlín mantenía el vergonzoso muro. Yo tenía entendido que la tenencia, exposición y venta de este material no estaba permitida; pero allí estaban aquellos objetos con sus precios. Durante un buen rato trataba de escudriñar aquel escaparate procurando identificar las piezas; luego, de regreso a casa para cenar, paraba en un pequeño quiosco alargado de madera para tomar una cerveza que siempre me servía una mujer ya mayor, sumamente delgada, a la que le faltaba el tercio de la mano derecha que deberían ocupar los dedos meñique y anular hasta la mismísima muñeca.
En fin de semana también solía ir a Haufbanhoff, la estación de ferrocarriles, para hacerme en uno de sus quioscos con alguna publicación española, o en su defecto italiana, puesto que en portugués no había nada. En italiano adquiría alguna revista sobre lugares turísticos, algún periódico que luego regalaba a Lucía, una emigrante italiana, compañera de trabajo en el enorme hospital de la Krankenhaus, a un tiempo escuela de enfermeras. Lucía a cambio me facilitaba unos comics italianos cuyo protagonista era un tal "Diabolik", personaje increíble, parecido a Batman a la italiana, cuyos diálogos me resultaban fáciles de comprender y me permitían llevar una lectura inteligible, al tiempo que me topaba con vocablos italianos nuevos cuya traducción me facilitaba Lucía. Debo señalar que, en el referido quiosco, las publicaciones españolas, amén de los periódicos más relevantes de nuestro país como ABC o La Vanguardia, eran unas novelitas de amor muy picantes con manufactura mexicana en las que el sexo era la temática y, al cambio, en la "versión azteca", en cuanto al sexo, te encontrabas con vocablos distintos a los conocidos, curiosos que llenaban de morbo la lectura. Era lo que había y no estaban mal. Me hice con una media docena que guardaba cuidadosamente, incluso con cierto temor por aquello del tabú que significaba en España la tenencia de literatura similar. Era algo atávico de lo que no me podía desprender.
En otro quiosco de la estación en que se mostraban objetos de fumador, entre pipas de variados diseños, petacas, mecheros, libritos de papel de fumador, paquetes de picadura en hebra y diversos artilugios para hacer cigarros, destacaba uno que atrajo mi atención. Se trataba de un mechero con forma de granada de mano que imitaba fielmente la clásica piña que todos conocemos. Naturalmente no era un arma, sino un mechero que activabas como tal al extraerle la anilla de seguridad. Una imitación muy lograda la de aquel mechero de gas que adquirí, por poco más de tres marcos, con el objeto de regalarlo a una persona en mi regreso a Galicia las próximas navidades en diciembre del setenta.
Así, entre el trabajo en la cocina del hospital, manejando una máquina de limpieza de platos, que cuando se atascaba, por ser de manufactura inglesa, era la cuchufleta de los mismísimos jefes alemanes; descargando camiones de viandas, haciendo pures o salsa de huesos, manejando la máquina térmica para mantener los platos calientes, interpretando códigos de colores para determinadas dietas, pelando quilos y quilos de patatas en una máquina al efecto…, paseando por aquel Múnich desconocido fueron pasando los días hasta que llegó diciembre, mes en el que volvía a España por Navidad, para lo cual, como es razonable, tuve que hacer una maleta en la que entre otras cosas normales, introduje las revistas y el mechero en su cajita. Había colocado ambos artículos bajo la ropa. Antes de embarcar en el vuelo de la Lufhansa un policía me pidió abriera la maleta lo cual me puso nervioso pensando en las novelas. Al abrir la maleta, el registro sacó a la luz mechero y novelas, éstas últimas obviadas por le policía; no así el mechero al que el hombre dirigió su índice derecho.
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¿Qué es eso? -preguntó.
- Un mechero -respondí aliviado por no tener que dar explicaciones acerca de las revistas.
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Por favor -me dijo – abra la caja y muéstrelo.
Eso hice con total ingenuidad; pero el policía siguió
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Indique cómo funciona -dijo
¡Anda la leche!, pensé mientras hacía lo que se me pedía. Con el mechero en la mano, tiré de la anilla, apreté la palanca y saltó la llama. Le miré, me miró, cogió la caja y el mechero, metió éste dentro de aquella, la cual echó dentro de la maleta dando por finalizado el registro.
Es en verdad una anécdota que tuvo, sin duda, su origen en aquel diciembre del setenta tan problemático para España y también para Alemania. No es de extrañar que un simple encendedor con aquellas características, más que unas inocentes novelas de sexo, motivara aquellas precauciones que yo no había previsto.