Kabalcanty
Huellas en blanco y negro (Parte 1)
Ahora la entrada de la comisaría de policía no le parece un lugar siniestro como hace cincuenta años cuando sus padres, su hermana o él mismo escuchaban los gritos de los detenidos; alaridos que llegaban por la noche, quebrando la paz insólita de la calle Fomento, y que sus padres trataban de acallar subiendo el volumen de la televisión o cerrando las ventanas en verano.
Desde enfrente, desde el portón de esa comisaría, su antigua casa, la morada de su niñez, tampoco se parece a la que le dicta su memoria. Apartamentos herméticos, doble acristalamiento, ventanas sin flores, dentro de un bloque feo, rectilíneo, de tonos gríseos. El portal sigue igual de desmesurado, y hay una placa donde se dice que allí vivió Leandro Fernández de Moratín hasta 1780, sin embargo ahora hay una cancela, elevada hasta el techo, que guarda una puerta acristalada que guarda otra puerta con un panel de dígitos que te permiten entrar tecleando una clave. Del portalón de madera no queda nada, ni del almacén de plásticos en el patio, ni de la oficina de la colchonería del señor Igual, ni de la portería de María y Onésimo, ni siquiera de la majestuosa escalinata donde se alojaban las caseras de la finca, locas de atar rodeadas de gatos consentidos y un único sobrino, que iba y venía, que vaya usted a saber si no es el causante indirecto de este cambio sin tino. Por ende, también ha desaparecido la escalera de servicio, angosta, oscura, tétrica, que tanto su hermana como él subían al trote para no darse de cara con fantasmas o el inclemente Hombre del Saco, y que conducía a las viviendas de Juanita, Carmen, la pintora, los gallegos señora Pepa y señor Paco, Simona, Lola, Encarna…… y a su propia vivienda familiar.
La memoria recupera el tiempo mohoso y lo superpone sobre un presente del que cuesta hacerse cargo. Parado frente a la casa de su pasado, el niño que fue es un espectro deforme que sólo vive en lo acuoso de su mirada. Agita sus canillas, saliendo flacas desde su pantalón corto, y parece que el tiempo verdoso revolotea llevando ese olor a paz dormida que sigue teniendo la calle Fomento, rúa que nunca se dejó seducir por la diligente calle Leganitos ni por bulliciosa Gran Vía a pesar de ser gemelas por paralelismo. En la misma calle Fomento comenzó su vida y, cuestarriba o cuestabajo, se desgajaban sus lances de niño tímido de orejas grandes.
Y es que hoy, un día como tantos, parado en la puerta de la comisaría frente a su antigua casa, actual edificio sin pizca de empatía con los demás de la calle, sin vida, sin identidad, piensa que los recuerdos bien merecen una excursión a pie. No ha bebido ni una sola cerveza, un par de pitillos sí, y le apetece embriagarse de lo que fue y de lo que arrastra después de cincuenta años.
Hacia arriba, desde la inmovilidad de su puesto, ve los arcos de medio punto, tres repintados con esmero, de la entrada a la iglesia del convento de María Reparadora. Su fachada sobria, sus ventanitas cerradas a cal y canto, impenetrables. ¿Por qué siempre todo tan cerrado?, se preguntaba siempre entonces, y fue su hermana, tras hacer la comunión, la que le sacó de dudas. "Porque son monjas de clausura, so memo", le dijo apenas descubrirlo. Él no entendió, ni entiende, tanto hermetismo y tanta puerta y ventana negadas a la vida.
Enfrente, la carpintería de aquel señor calvo y con gafas que se afanaba en trabajos de poca monta que siempre le tenían nevado de serrín y con las gafas a mitad de la nariz. Hoy es un locutorio tan triste como concurrido.
La taberna Casa Moreno, enfrente de su casa y junto a la comisaría, en la actualidad un pequeño y coqueto cafetín, fue el último paso que dio su bisabuela María. "Y no sólo son sus noventa y nueve años los que la van a matar, sino la indigestión de padre y muy señor mío que tiene esta buena señora", les dijo el médico a los padres con reprobación. Y es que, según contó Braulio, el sobrino del señor Moreno que atendía la taberna, "La señá María se metió ayer mañana una fabada con doble ración de compango, así sin anestesia". Aprovechó que ese domingo se fueron a comer todos a la Casa de Campo y la bisabuela hizo "lo que me dio la real gana", como decía ella, dándose un manotazo sobre los muslos que cubrían su eterno mandil.
Ha deslizado su mirada hacia el fondo de la calle y se anima a romper su quietud. Se va sintiendo bien, mejor que cuando se encontró con el niño del pasado petrificado frente a una casa que ya no reconocía, se va encontrando con la memoria más afable y menos manejada. Es primavera, temperatura fresca y agradable, tiempo para gastar sin prisas, y ganas de optimizar. "Y es que, en realidad, menos mi antigua casa, casi todo está en su sitio", se dice cuando siente que el polvo frágil de la felicidad le cosquillea entre el bigote.
Pasa por el portal de Julio, su primer compañero de colegio, "un niño callejero que no me gusta ni un pelo, menudo vocinglero", le decía su madre después de verles jugar a los cromos en el portalón de la casa. Recuerda a la madre de Julio, la portera, viuda y enfundada de negro para siempre jamás que da la reprimenda a la voz chirriante de su hijo que silba desde lo hondo del portal. Frescor desde la oscuridad, portales infinitos donde corren las olimpiadas las pelusas y los ratones que se estrellan con los cepos. La vida de los sonidos que recupera la evocación como sonatas sin acabar repicando de mitad en mitad.
La tintorería de la señora Clara y su marido, aquel hombre, enclavado al fondo de la tienda, planchando sin parar en mangas de camisa y sempiternamente con corbata. "¿Un hombre planchando?", le dijo a su padre cuando recogieron el vestido de mamá (papel blanco sedoso crujiendo al tacto) para la boda del hijo de la señora Obdulia. "Un trabajo como cualquier otro", le contestó, meneándosele la colilla del "Ducados" en los labios. "Pero ¿a ti te gustaría ese trabajo?", insistió. "Pues no, pero déjate de gaitas y tira del vestido para arriba que lo llevas arrastrando".
A la mitad de la calle se vuelve. Sabe que lo que fue la enorme terraza compartida de su antigua casa, que ya es inexistente, ya no se verá cuando baje más la calle. Ve agitarse sus cabellos rizosos en el esquinazo, donde el peto de la terraza era accesible a la vista, acodado escudriñando la parte alta de la calle. Un pedazo de cielo limpio recortado entre la última finca y el convento de las Reparadoras, la cima de la calle, la cumbre de la niñez, el fin del mundo conocido. "¿Ves venir a papá?", le dice su hermana, de menor edad, de menor altura, tirándole de la camiseta de rayas rojas y azules. "Todavía no, pesada", le contesta sin darse la vuelta para mirarla. "Ha sonado ya la campana de las monjas, es su hora", dice ella sentenciosa, hurgándose la nariz. "¡Mira, ya viene!", exclama él y la eleva lo suficiente como para que saque la cabecita. El padre les saluda con la mano desde la lejanía. "Además, mira los murciélagos cómo alborotan", dice ella justificando la hora y señalando el racimo de murciélagos revoloteando los tejadillos que rodean la terraza.