Kabalcanty
Una cápsula (Parte 1)
Estaba tumbado en el sillón, hastiado de otra jornada laboral de lunes que, por fin, había concluido. Desde el equipo de música sonaba la psicodelia de Tame Impala en el corte "Nangs" envolviendo el salón en una burbuja azulada que él trataba de asimilar apretando los párpados. Tras los visillos se adivinaba lo mortecino del día con las farolas prendiéndose paulatinamente.
Estela llegó poco después de las nueve, despeinada, con el gesto adusto y tirando las llaves con estrépito sobre el mueble de entrada.
— Oh, Robert, baja un poco el volumen, me abruma.
Dijo ella, desde el umbral de la puerta del salón.
Se ducharía antes de nada para "volver a ser persona".
— Los lunes son "demasiao". –añadió, lanzándole un beso en el aire.
Robert se incorporó para quitar la música. Simplemente pulsó el "power" y dejó el cd dentro sin meterlo en el estuche.
— Por cierto, -se escuchó la voz de ella desde el cuarto de baño- he recogido una carta para ti que estaba en el buzón. Está en mi bolso.
Fue hasta el mueble de bambú de la entrada pesadamente, bostezando mientras agachaba la cabeza. Cogió el sobre. Con tipos de ordenador figuraba su nombre y dirección, sin remite. Arrugó el gesto y la abrió con poco interés. Una cápsula de proporciones considerables se adhería, dentro de su blíster, a una hoja pequeña de papel. En letra pequeña (tal vez calibri 8, se dijo Robert) podía leerse "Dirígete a la felicidad", encima de la cápsula pegada con celo a la hoja.
Volvió al sillón y tiró con desgana la carta encima de la mesa baja al lado del platillo transparente con inscripciones chinas.
Estela apareció con su albornoz blanco y el pelo húmedo atado en una coleta.
— ¿Crees que vender suvenires puede realizar a alguien? -ella fue a sentarse junto a él y le abrazó con dedicación- No me contestes, por favor.
Se besaron brevemente.
— ¿Qué dice la carta?
Estela puso las piernas por encima de la cintura de él.
— Una pastilla.
Le miró primero seria para desvanecerse en una mueca socarrona.
— ¿Tienes un curandero secreto online?
Preguntó sin interés y cogió el sobre de encima de la mesa. Lo examinó detenidamente con una gravedad que le hacía fruncir los labios como si pronunciara una u sostenida. Despegó la cápsula del papel para escudriñarla al trasluz de la lámpara.
— Joder que obús, esto tiene que hacer un efecto sorprendente. Pero… ¿qué es esto, Robert?
Él se encogió de hombros.
— Tengo la misma idea que tú.
El blíster con la pastilla se quedó sobre la mesa, ahora dentro del platillo chino.
Cenaron ensaladas y se acostaron pronto para hacer el amor con la celeridad de los últimos tiempos.
— Cada vez vamos más al grano.
Dijo Estela tras besarle en los labios y darse la vuelta en la cama.
Al día siguiente, cuando Robert reponía geles y champús en el hipermercado, le vino la imagen de la pastilla dentro del plato chino. Pensó que sólo el aburrimiento de su trabajo le traía a la mente la extraña carta recibida. "Dirígete a la felicidad", se dijo sonriendo. Poco después, mientras limpiaba la bandeja que albergaría la nueva oferta de champús, se sintió algo agobiado. Le pasaba a veces, sobre todo al principio de semana o a la vuelta de las vacaciones o puentes, le venían a la cabeza películas o imágenes inconexas de personajes o gentes que disfrutaban de lo que se llama una vida feliz. Alejados de la rutina, adinerados, enamorados como el primer día, riendo y haciendo planes para que esa felicidad cambiara de formato casi a diario. Le abstraían esos pensamientos que, cuando terminaban, le sumían en una especie de angustia que emborronaba todo lo que hacía y rodeaba a su vida. Últimamente ni siquiera la relación con Estela le parecía suficiente para sentirse aliviado. Llevaban ya tres años viviendo juntos y las cosas no eran como se dijeron que serían. Demasiados problemas económicos, demasiada rutina, demasiada dependencia de uno para el otro.
Su codo topó con un envase de gel y se desparramó en el pasillo delante del traspalé. "Mierda, mierda, joder", Robert se inclinaba cogiendo puñados de papel absorbente.
Estela miraba detrás del escaparate de la tienda de suvenires. El encargado se había ido a tomar café con un proveedor y tenía quince minutos para no disimular actividad. Varios turistas se detenían observando las muñecas vestidas de flamencas, los ceniceros, las jarras, los imanes con el emblema de la ciudad o las meninas o los quijotes decorados autóctonamente. El tráfico era muy fluido debido a la normativa municipal que lo restringía en el centro de la ciudad.
— Me gustaría chapar la tienda e irme a tomar un helado a El Retiro ¿qué no? –dijo Estela a su compañera al tiempo que apoyaba sus brazos cruzados sobre una vitrina con llaveros.
La otra asintió indolente.
— Y no lo hacemos por los míseros seiscientos diez euros al mes que nos pagan. Eso se llama miedo a perder el curre.
Estela saboreó mentalmente un cucurucho de helado de fresa con pedacitos de fruta. Cerró los ojos unos instantes para relamerse los labios con vehemencia.
— ¿Crees que haciendo lo que hacemos en esta tienda podemos ser felices? –preguntó como si meditase en voz alta.
— Muy filósofa te veo hoy, Estela. Eso es que no te sentó bien la cena o el desayuno.
Estela sonrió. Luego dejó vagar sus ojos tras los sombreros de los turistas. El arbolado bulevar donde paseaban impasibles las palomas y, más allá, la fachada del museo abrasada por un sol inclemente.