Carlos Regojo Solla
El Dorado
En el camino de retorno, Zak se encuentra con todos los que aún van de ida, que son legión.
Movidos, sin duda, por el llamado publicitario directo o subliminal, que cuenta las excelencias de la adhesión, como le pasó a él mismo hace años, lo que le hace meditar en la persistencia y efectividad de la propaganda creada en la gran urbe.
Dentro de una apariencia de normalidad, los rostros de los caminantes, sin embargo, llevan una mirada fija que complementan con un caminar sin titubeos impulsado por una voluntad obsesiva.
Por momentos, el sendero no es lo suficiente ancho para el trasiego, por lo que, inevitablemente, surgen los roces menores de alguna que otra violencia verbal y
física de menor envergadura, sobre todo cuando los demás se fijan en la "D" que él lleva, obligado, en el brazalete de su muñeca izquierda, testigo de la "deslealtad" con la metrópoli, brazalete que no puede arrancar hasta sobrepasar la última frontera, donde comienza la existencia de las tribus rebeldes.
Zak sortea como puede la violencia que va remitiendo en función de las prisas que llevan los demás por llegar al lugar que él deja atrás. Es entonces cuando pone todos sus sentidos en la supervivencia y acrecienta sus deseos de continuar, obviando insultos y acusaciones de traición, amenazas y miradas de odio.
Cuando lo consigue, cuando logra retomar un camino algo más tranquilo, se reafirma en su decisión de cambio, y medita con cada paso que da en las razones de su determinación, de cómo llegó a la conclusión de regresar a la tribu, alejándose, de la metrópoli que tanto le había prometido y tanto le había decepcionado.
Pensaba que las concentraciones humanas, la llamada prometedora de una vida acorde con los tiempos, eran falacias. En realidad, una trampa perfecta que ponen algunos. El engaño de aquellos, los hombres trajeados y de lengua rápida y fácil, que ofrecen el amparo alrededor de unas leyes constrictoras que llegan a dejarte sin aliento con cada esfuerzo que haces por vivir, tratando de adaptarte a ellas, mientras lucen los neones alrededor de los escaparates atrayentes impregnados de feromonas consumistas que potencian la corrupción, el robo y la hipocresía entre los mismos ideólogos, así como la pobreza y el abandono de los hombres otrora ilusionados por una prosperidad que nunca llega.
Todo es más sencillo alrededor de la hoguera de la tribu en noches de luna llena o bajo las estrellas de un cielo inabarcable, con la voz del anciano contando una historia de las que llenan el alma, o cuando el Consejo aplica una ley simple, rápida y justa que termina en beneficio de todos. Cuando tu dolor tiene vigilia permanente y tu hambre mengua, al menos una parte proporcional y equitativa, merced a la ración de carne del único venado cazado en el día, que nunca faltará.
La tribu, pensaba Zak, es la antítesis de la aglomeración y los pueblos deberían meditar antes de recurrir a las federaciones brutales, abandonando las esencias de la vida.
La convivencia se transforma y toma la deriva de acumular decepciones, retener deseos, de decir lo que se piensa, acostarte con ansias de venganza, miradas de soslayo, sentimientos xenófobos, traiciones hechas y recibidas… Las concentraciones, creadas -dicen- para el beneficio general, lo son solo para el favor de unos pocos. Constituyen en realidad prisiones impersonales que te animalizan y sacan lo peor de ti. Llegas a ellas con el corazón solidario y mueres en ellas entre vómitos instintivos de odio y maldad, ignorado, sin el regazo amado de alguien que meza tu cuerpo cansado y tu alma sin polar referencial.
A poco que reflexiones comprenderás el error cometido al abandonar la casa primigenia, donde la lluvia es vida, el viento es frescura y la tierra huele a cosecha generosa.
Zak regresaba a casa recordando y admirando las tribus rebeldes y difíciles para los promotores de las grandes concentraciones. Tribus, algunas de las cuales habían logrado sobrevivir y mantenerse en libertad aun cuando su futuro no estaba claro.
En tanto le iba invadiendo la sensación de que el camino de vuelta había encogido, que la distancia entre la metrópoli y la aldea se había hecho menor. Presentía que llegaba tarde y que tal vez, en lugar de su tierra, encontraría la nada porque la metrópoli lo hubiese engullido todo desde la distancia. Recordaba, entonces al Costner de "Mensajero del Futuro", al bosque de memorizadores de "Farenheit", al pastor de Jean Giono, al Santiago de Hemingway, al Crusoe de Defoe…