Beatriz Suárez-Vence Castro
Morir solo
El camino más complicado por el que los seres humanos inevitablemente hemos de transitar es el que nos lleva hacia la ancianidad.
Por mucho que la esperanza de vida sea mayor, por muy bien que el paso del tiempo nos trate, vamos perdiendo vigor con los años y las tareas que antes nos resultaban fáciles de realizar, costarán cada vez más trabajo. Sabemos que es un proceso natural, pero difícil de aceptar, tanto para quien se encuentra inmerso en él como para sus allegados, que ven como aquel ser querido que hasta hace muy poco era una persona independiente y suponía una ayuda en casa, pasa a ser cada vez más dependiente y son ellos quienes tienen que ayudarle ahora.
Se habla mucho de la conciliación familiar cuando tenemos hijos pequeños o de cómo lidiar con adolescentes, pero tenemos poca información sobre cómo podemos adaptarnos al envejecimiento de nuestros padres y cómo podemos ayudarles a ellos a que ese proceso sea lo menos doloroso posible.
Recuerdo a mi tía cuando, pasados los ochenta y habiendo sido siempre autosuficiente, empezó a perder fuerza en las manos. Cada vez que quería abrir una botella no se quejaba por no poder hacerlo como antes, si no por la forma en que el fabricante había cambiado la forma de encajar los tapones, según ella "cada vez más fuerte" o lo complicado que resultó que mi padre se convenciese de que había llegado el momento en que tenía que dejar de conducir.
Y es que a muchos mayores les cuesta aceptar que ya no son tan fuertes como eran y que no tienen más remedio que dejarse ayudar.
Creo de verdad, que son pocos, si se hiciese una estadística, los hijos que deliberadamente no se ocupan de sus padres. Una gran mayoría lo hace, peleando con horarios de trabajo agobiantes, criando al mismo tiempo a sus hijos y llevando una casa. Pero no siempre lo consiguen. Muchos terminan por ingresarles en una residencia o por llevarles a un centro de día con un peso en la conciencia, como si estuviesen haciendo algo horrible y una vez que lo han hecho continúan preocupados por cómo se adaptarán sus mayores al nuevo espacio. Lo mismo sucede cuando se deciden por contratar a alguna persona que les cuide en su casa si pueden permitírselo.
En la mayor parte de los casos el familiar anciano acepta a regañadientes y se siente como un trasto viejo al que sus hijos apartan o como alguien que ya no es merecedor de confianza ni para los quehaceres más básicos. Por eso muchas veces acaban por quedarse en su casa, haciendo caso omiso de las recomendaciones de médicos, familia y por supuesto del propio hijo o hija al que hasta hace nada ellos criaban y ahora "pretende organizarles la vida".
En quince días han muerto siete ancianos solos en sus casas en Galicia y lo más fácil es pensar que nadie se ocupaba de ellos. Sin embargo, en el último de los casos, como ejemplo, fue su yerno quien, preocupado por no tener noticias de su suegra, alertó a un cerrajero para poder entrar en la vivienda donde desgraciadamente la mujer había fallecido ya.
La asistencia en Geriatría es una de las asignaturas pendientes que tenemos como sociedad. Tratar a niños y adolescentes, aunque es duro también, suele conllevar una gratificación final porque tienen toda la vida por delante y salvo casos muy extremos, van a mejor. Esto no ocurre en el caso del familiar mayor al que solo podemos acompañar en su último recorrido.
Además, en el caso de menores, tenemos la facultad de evitar que hagan algo que vaya en contra de su propia integridad porque legalmente podemos hacerlo. En el caso de los ancianos esto pasa necesariamente por una incapacitación a la que ni ellos ni la familia quieren llegar puesto que supone un trámite demasiado complicado y sobretodo, demasiado doloroso.
Esto no quiere decir que envejecer sea una condena. Es una etapa de la vida que tiene muchos aspectos positivos, el primero, la alegría de haber llegado a ser anciano porque hay muchos que por desgracia no lo consiguen.
Nuestros mayores cuando llegan en buenas condiciones físicas y mentales a la que llamamos tercera edad- que hoy en día bien podría ser la cuarta-, tienen toda la sabiduría, la experiencia y la tranquilidad de la que nosotros carecemos y su cariño por nosotros permanece intacto. Siempre nos darán los mejores consejos, disfrutarán con sus nietos de mutua compañía y podrán dedicarse a actividades que antes, por falta de tiempo, no podían realizar.
Podrán seguir teniendo una vida activa, pero siempre en la medida que sus fuerzas les permitan. No deben hacer más de lo que pueden.
La misma máxima podríamos aplicárnosla nosotros mismos, tanto en nuestro día a día propio como en el de nuestros hijos, en una sociedad en la que descansar cuando es necesario parece estar mal visto. Vamos a trabajar estando enfermos, mandamos a los niños a la guardería con fiebre y el mensaje que reciben nuestros ancianos es que no pueden permitirse parar porque se convierten en una carga para los demás.
Mantenerse activo hoy en día parece confundirse con crear personas hiperactivas sin tiempo para pensar ni aburrirse cuando ambas cosas son necesarias para que el stress no acabe llevando las riendas de nuestras vidas y para que la creatividad tenga espacio para desarrollarse. La sobrecarga de actividades no lleva a la eficacia, sino que termina por aturdirnos, agotarnos y, finalmente, bloquearnos.
No sabemos tratar a nuestros ancianos no porque nos falte la voluntad de querer hacerlo si no porque no nos han enseñado cómo. A menudo decimos que la vejez es la segunda infancia, pero no es verdad porque a nuestros mayores no les gusta que les traten como niños por algo tan obvio como que no lo son. El tono que acabamos empleando con ellos, tanto hijos como cuidadores, es tan condescendiente que ellos piensan que les hablamos como si no se enterasen de nada y acaban aislándose para evitarlo. Por si no tuviesen suficiente con tener que lidiar con las limitaciones de su propio cuerpo tienen que hacerlo también con un entorno que no parece comprenderles en absoluto.
Además de los dispositivos de seguridad que los expertos aconsejan para cuando se producen accidentes domésticos, como las pulseras con sensores en caso de caída, debería existir algún tipo de asesoramiento para todo aquel que conviva con una persona mayor en casa, que la incluya también a ella como parte de la familia que es, para que todo fuese más fácil. Si ya existen las llamadas Escuelas de Padres, no sería mala idea hacer Escuelas de Hijos.
Suele decirse que cuando un niño nace no viene con manual de instrucciones y que los padres, sobre todo si son primerizos, necesitan toda la ayuda que se les pueda brindar. Lo mismo ocurre con el paso de la niñez a la adolescencia, pero hay poco, muy poco, que nos permita entender mejor a nuestros mayores, cuando probablemente sean los que más lo necesiten de toda la familia porque, o sus quejas son tan continuas que ya no las tenemos en cuenta, o no se quejan hasta que ya es demasiado tarde.
Las últimas noticias sobre los ancianos gallegos son una llamada de atención sobre todo lo que nos queda por hacer con respecto a nuestros mayores.
Por muy difícil que pueda ser el trato con ellos, nos toca a nosotros hacer un esfuerzo porque anteriormente ellos lo han hecho, salvo excepciones, con nosotros. Y aun teniendo en cuenta esas excepciones, esos padres que no se han preocupado por sus hijos o cuya relación ha sido conflictiva, también debemos acompañarles, simplemente porque cuando nosotros nos veamos en la misma situación, a la que sin duda llegaremos, no nos gustaría morirnos igual que ellos: solos.