Kabalcanty
La mole (Parte 1ª)
Me gusta verla comer, observar su gesto aparentemente maduro masticando y tomando su desayuno. Cuando se mancha el labio superior, esbozando ese bigotillo níveo del que, tiempo atrás, me mofé, se limpia rauda con la servilleta con cierta coquetería y me soslaya sabedora que ya no comentaré nada sardónico. Cumplió, hace un par de meses, once años y se siente toda una mujercita a pesar del caos que nos rodea.
Siempre le dejo las galletas menos rotas (las migas me las desayuno yo que soy el que me levanto antes) y ella, Jandra, mi tesoro, mi querida hija, las mastica con una meticulosidad tierna que me emociona. Cuando termina siempre me suele preguntar lo mismo, enarcando las cejas y poniendo boquita de piñón: "¿Iremos un rato a pasear por la playa?" Asiento sabiendo que le encanta ir por la orilla mientras me pregunta cosas sobre cómo era el mar antes de El Estrago del 2027. Me escucha muy atenta, escudriñando el mar turbio hasta la línea del horizonte, imaginando con mis palabras la vida de antes. Hace apuntes a lo que le relato dibujando con su imaginación el sol, las sombrillas, los juegos de los niños, el azul límpido de las aguas, la sonrisa condescendiente de mamá…..
Antes de que se lo recuerde, toma su pastilla con el último sorbo del mejunje blanquecino que el gobierno bautiza como leche apta para el consumo humano.
— ¿Podremos dejar de tomar la pastilla algún día, papá? -me dice, haciendo ascos cuando termina de tragar la píldora.
Me encojo de hombros porque es lo más auténtico que le puedo contestar.
Ella coge su mochila y yo la bolsa de viaje mientras cerramos la puerta para enfrentarnos a otro nuevo día nublado. Su alegría, sus ganas de vivir este tiempo tan funesto, son mi verdadera razón de existencia. Sin Jandra me habría suicidado.
Vamos al Centro Municipal de Sanidad a por nuestra ración de alimentos y la medicación. La comida es tan escasa que tenemos que recorrer los vertederos o los escombros de la ciudad vieja para compensar. Lo malo es que no sólo lo hacemos nosotros, sino la mayoría de los habitantes de esta urbe costera. En ocasiones se vuelve peligrosa la subsistencia. Yo trato de hacer esa labor de rastreo en solitario, a primeras horas de la noche cuando se duerme Jandra o también de madrugada antes de que despierte; te enfrentas a peligros que deseo alejar de ella. Sin embargo, hay zonas bastante seguras en las voy con ella para que piense que con lo que recogemos es suficiente.
Caminamos hacia el esqueleto de lo que fue el centro comercial. Es una zona segura ya que está muy esquilmado de tantas rebuscas.
— ¡Eh, mira papá! -exclama mientras encuentra entre los escombros un tenedor retorcido- Le puedo hacer un mango bonito con el celofán rojo que nos encontramos el viernes.
Sonrío y felicito su buena idea. Su gozo multiplica el mío.
No la dejo subir a las plantas del edificio porque existe peligro real de derrumbe. Ella siempre insiste pero en eso me muestro inflexible.
Hoy hemos encontrado el tenedor, una funda sucia de sofá, dos patas metálicas para una mesa de camping y, lo que es mejor, un sobre de sopa instantánea "Starlux" caducada desde hace casi dos años. Todo un lujo y, desde luego, comestible. "Eres una gran rastreadora, cada día mejor", le digo acariciándola el cabello sedoso que le recojo en una abundante coleta. Jandra me mira floreciéndole el orgullo en sus ojos chispeantes.
De camino a la playa, le he contado que tengo previsto hacer un estofado de carne magra para comer. Teníamos algunos pimientos rojos y varias patatas con lo que elaborar convenientemente el guiso. Sé que a mi hija le gustará la comida. Lo que me guardo para mí es cómo conseguí la carne y de qué animal es. Eso no le gustaría, seguro.
Ya lo hice otras veces: observar a ancianas y sus manías, siempre descubres algo interesante para sobrevivir. A la que viene a colación por el asunto de la comida, la llevaba expiando varios días. Iba y venía a la parte trasera de su casa, a una especie de corral (una estancia medio derruida que guarecía con unos plásticos) llevando unos platillos que tapada con trapos de cocina. Cuando hice más cercana mi vigilancia, descubrí que la vieja daba de comer a una camada de gatos lustrosos que maullaban ansiosos en cuanto la veían venir. No tuve más remedio que golpearla, un empujón que la desbarató contra el suelo quejosa e impotente, retorcer el pescuezo a los cinco gatos que allí había y meterlos en un saco. En casa los desollé y los guardé enterrados en sal para irlos comiendo poco a poco.
Jandra juntó sus manitas, como solía hacer, cuando pusimos el pie en la playa. La arena se entremezclaba con toda clase de desperdicios y apestaba a podredumbre. Las olas se rizaban oscuras, lodosas, estrellándose contra la orilla como si fuera leche condensada. Había formada una costra al filo de la orilla con peces putrefactos y cachivaches inservibles. El mar, tranquilo, casi inmóvil como si estuviese muerto, se mecía denso y gris bajo la carcasa de un celaje plomizo. Bandadas de gaviotas chillaban volando, descendiendo ágiles para atrapar cualquier desperdicio, o poblaban por entero la playa como los verdaderos habitantes de ella.
Íbamos sorteando las inmundicias con la misma rutina y naturalidad que nuestras pituitarias se habían acostumbrado al hedor nauseabundo.
Jandra esquivaba los tropezones haciendo un juego de piernas que acompañaba con una canción que yo también tarareaba. Sonreíamos al ritmo de la canción cogiéndonos y soltándonos de las manos.
De pronto, cuando Jandra se subió a uno de los bolardos todavía verticales, comenzó a gritar señalando hacia adelante.
— ¡Papá hay una mole detrás de aquellas maderas! ¡Es una mole y creo que está viva! ¡Vamos corre, está tirada en la arena! ¡Venga, papá, acerquémonos!