Kabalcanty
La mole (Parte 2ª)
El animal marino estaba a pocos metros de la orilla, tras el enjambre de tablas que fue en su día el chiringuito playero de Nacho, manchado de desechos y junto a un vómito verdusco en el que predominaban plásticos. Le rodeaban decenas de gaviotas, más alborotadoras que los millares que invadían la playa, que bien picoteaban su extenso lomo o bien esperaban ansiosas que su respiración dejase de estremecer su cuerpo. Habíamos oído hablar de las moles marinas pero nunca vimos una de cerca. Su hábitat eran las aguas frías de mares del norte pero era de suponer que con El Estrago del 27 todo había cambiado y el animal andaba errante y despistado buscando un hogar que ya no hallaría. Calculé que mediría unos siete metros y que pesaría unos cuatro o cinco mil kilogramos. Era fabuloso, digno de ser admirado. Tenía un cuerpo aplastado, oblongo, con una cabeza triangular, donde se insertaban unos ojillos pequeños en contraposición con su boca larga y curva de pequeños incisivos, y terminaba en una cola estrecha que agitaba espasmódicamente.
Jandra no se atrevió a acercarse en un principio, miraba a la mole apenada cruzando sus manitas como si estuviera pidiéndole perdón. Esperaba que yo hiciese algo: me observaba con impaciencia a mí y desviaba sus ojitos de conmiseración al animal.
Espanté a las gaviotas del lomo de la mole y se retiraron a una distancia prudencial emitiendo sus graznidos ávidos. Al pasarle mi mano por su piel albina para limpiarle la ponzoña adherida, el animal marino emitió un hondo quejido que me asustó y retumbó en toda la playa solitaria. Algunas gaviotas emprendieron el vuelo alarmadas lo mismo que mi hija que retrocedió llevándose las manos al rostro. Después el animal volvió a su agonía lenta subiendo y bajando su figura al ritmo de su respiración fatigosa.
Comprendí, mientras me arriesgaba a sacarle de sus fauces la bola de plástico que le atragantaba, que el declive de esa zona de la playa junto con la acumulación de tablas del otrora chiringuito habían salvaguardado a la mole de la vista de curiosos. Sin duda era un montón de carne que serviría para alimentar muchas bocas hambrientas.
El animal marino suspiró brutalmente y movió sus entrecerrados ojillos cuando logré sacarle la liana plástica. Abrió dos o tres veces su larga boca palmeando con su cola la arena embarrada de la playa.
— Toma esta lata y trae agua de la orilla. Con este trapo viejo colaremos el agua. -le dije a Jandra tendiéndole unos cachivaches de entre la broza del chiringuito.
De sobra sabía que el animal marino no tenía solución, que su muerte era cuestión de tiempo, sin embargo veía a Jandra tan ilusionada, con esos ojos tan brillantes y ese afán primario por salvar a la mole, que deseaba participar en el juego por hacerla feliz el tiempo que se nos permitiera.
Le rociamos el cuerpo con varias latas de agua y respondió con una agitación que presagiaba un efímero optimismo.
— ¿Se pondrá bien, papá? -me preguntó Jandra tan cerca del animal que rozaba con las yemas de sus dedos el cuerpo escurridizo- La podríamos arrastrar hasta el agua y allí la empujaríamos hasta más adentro.
Sonreí sacudiendo la cabeza pensando que ella, en su anhelo, nos veía capaces de mover cuatro o cinco toneladas. Realmente estaba hermosa en su estado esperanzador.
Le dije que refrescaríamos el cuerpo un poco más para después irnos a casa a comer y coger unas cuantas cosas para volver y proteger a la mole. Jandra me miró contrariada, cruzó los brazos por las muñecas y bajó la cabeza dejando caer su preciosa coleta sobre un lado de los hombros.
— Volveremos, amor, y aseguraremos este sitio para que nadie repare en la mole ¿Ok?
Asintió tras unos instantes de indecisión.
Fuimos deprisa hasta casa. Mi hija apenas dijo nada en el camino, andaba decidida con el perfil intenso puesto en la dirección de nuestro hogar. Comimos el estofado de gato que ella nunca supo que lo fue y nos pusimos a buscar objetos que nos pudieran servir para proteger el final de la vida del animal marino. Cogimos la lona que en su día sirvió para cobijar mi automóvil, una pala, un martillo y un buen número de clavos roñosos de 100 mm que siempre recogía fortuitamente en mis habituales rebuscas por la ciudad.
La tarde no era ninguna novedad que fuese grísea pero soplaba una brisa fresca que, de seguro, en la playa sería molesta en unas horas. Le dije a Jandra que cogiera su cazadora impermeable y mi chubasquero, yo llevaría el resto de los trastos.
— ¿Le llevamos algo de estofado a la mole? -me dijo poniendo de antemano una buena ración en un táper- Estaba delicioso, por cierto, papá.
Llegamos a la playa y vimos cómo la mole estaba invadida por las gaviotas. Las espantamos aprisa mientras ellas protestaban con sus graznidos revoloteando amenazantes sobre nuestras cabezas; otras, como por la mañana, se quedaron en el suelo remoloneando el alrededor.
El animal seguía vivo, fatigoso y con los ojos cerrados. Ni que decir tiene que el estofado que le acercó Jandra lo rechazó meneando su cabeza triangular dificultosamente. Ocasionalmente emitía ese quejido profundo aunque, en comparación de la mañana, con menos resuello.
Mientras Jandra no paró de acercar agua y esparcirla por el cuerpo de la mole, yo construí, con la profusión de tablas, una especie de barrera, que teché con la lona parcialmente, para tratar de evitar la indiscreción de los más que posibles entrometidos.
Cuando terminamos anochecía y los abrigos que trajimos nos hicieron un buen apaño.
— Parece muy cansada, papá. –comentó mi hija acariciando la cabeza del animal.
Le contesté que poco más podíamos hacer.
— Lo único que se me ocurre es no dejarla sola, acompañarla, cariño.
Jandra volcó una sonrisa apenada pero satisfecha. Se sentó al lado de la cabeza del animal y comenzó a susurrarle cosas agradables que sonaban maravillosas en el atardecer.
Sin tener las cosas muy claras de lo que íbamos a hacer pero con la certeza de no romper el ánimo de mi pequeña, cayó la noche y con ella los primeros inconvenientes.