Carlos Regojo Solla
Libros
Una buena amiga, que mamó su carrera con esfuerzo, cuando los libros de texto cubrían sin variaciones las necesidades de un curso para el otro, y todos vivíamos nuestra formación académica apoyados en algún que otro préstamo editorial, me llama después de mucho, mucho tiempo.
- ¿Carlos?, soy Esther, Esther (aquí se identifica plenamente)- ¿Recuerdas? - prosigue.
En un principio me cuesta identificarla, recuperarla en el tiempo. Han pasado una buena cantidad de años. Balbuceo algo tratando de ganar tiempo. Ella comprende mi estado de turbación, esa amnesia que aparece en estos casos en que te pillan con el paso cambiado cuando en tu presente concreto se te cuela un pasado inesperado. Todo un atraco temporal. La oigo reír por el teléfono y me ayuda a recuperar su figura, a ponerle cara, lugar y tiempo. La recupero enseguida con la llegada del primer recuerdo que la identifica, su tenacidad.
-Verás -me dice pasados los prolegómenos referidos - he tenido que desalojar el desván de la vieja casa de mis padres y tengo algo para ti. Bueno, en realidad es algo tuyo, algo que te pertenece. ¿Recuerdas aquellos libros de carrera que me prestaste hace años? Tengo tres tuyos y quisiera devolvértelos. Te he perdido la pista hasta ahora. Recuerdo haber intentado devolvértelos hace años. El caso es que ni yo me acordaba de ellos desde hace tiempo. Un amigo común me ha facilitado encontrarte.
Esther comenzaba carrera con los mismos libros que yo había utilizado el año anterior. Todos andábamos por el estilo. A mí me habían prestado antes algún texto de Matemáticas o Física, aunque, a criterio de algunos profesores los textos editados no eran más que una manera de oficializar las exigencias que la ley marcaba, por lo que en estos casos conocíamos ya de antemano el valor que tenía coger a velocidad de vértigo en apuntes valiosísimos las explicaciones del profe en cuestión.
Concretamos un encuentro en un viejo café que aun se mantiene desde nuestra época de estudio. Tras los saludos observo que ella deja en una mesa próxima, con gran delicadeza, casi con mimo, un paquete envuelto en papel de regalo.
Charlamos durante casi dos horas de por dónde nos había llevado la vida y, en la despedida, recogió, a modo de testigo en el relevo, el paquete de la mesa donde lo había puesto con esa tendencia a lo propio y personal que no se entrega hasta el final y que yo respeté sabedor de lo que era.
-Toma, me dijo. -Esto es tuyo. Gracias.
Nos habíamos levantado. Recogí el paquete y volví a sentarme. Deshice el envoltorio con toda la delicadeza que pude consciente de la exquisitez con que había sido hecho y saqué los libros que repentinamente reconocí como si no hubiese pasado el tiempo. Se trataba de un tomo de Pedagogía, Psicología y Ética, otro de Didáctica y un tercer librito, casi un opúsculo sobre Técnica y Peritación caligráfica, los cuales hojeé en una rapidísima pasada de páginas como de bienvenida ante su mirada sonriente y feliz.
Ya en casa, vuelvo a ojear los libros, todos ellos con mí nombre en la primera página en blanco que sigue a la portada.
Me quedo observando el de Técnica y Peritación caligráfica. Aquel librito estaba elaborado para que el maestro en las aldeas pudiese diagnosticar una anomalía en alguna escrito de importancia, siendo esta primera valoración importantísima previa a actuaciones legales más importantes. El maestro de un pueblo era por tanto una entidad importante a la hora de valorar algún escrito dudoso sobre escrituras de propiedad, ventas, falsificación de firmas… Su diagnóstico era determinante por ley y valoraba el buen hacer de aquel colectivo de docentes
respetados y queridos en aquellos destinos alejados e inhóspitos de nuestro rural.
Ya no quedan asignaturas como aquella.