Kabalcanty
El cuento de nunca acabar
Érase una vez un país en el que nadie se ponía de acuerdo porque convenir significaba, en parte, dar la razón al otro y eso no estaba escrito en el sacro decálogo nacional.
Érase una vez un país sin gobierno porque ninguno de los políticos quería alianza con otros de ideología diferente aunque fuera en detrimento de la nación.
Érase una vez un país que para solucionar el desgobierno se hacía votar al pueblo una y otra vez con el fin de tenerle entretenido con apuestas o quinielas políticas y así esconder los problemas endémicos nacionales.
Érase una vez un país en el que los pobres eran mayoría sobre los ricos, pero nunca se podían poner de acuerdo, ya que los pobres deseaban ser ricos y éstos, de ningún modo, querían que lo fuesen.
Érase una vez un país en el que los partidos políticos se confundían muy frecuentemente con partidos de fútbol y se podía llegar a la gresca con facilidad si los vaticinios preelectorales se decantaban de uno u otro lado.
Érase una vez un país en el que la charanga y la pandereta nunca habían dejado de sonar por encima de la razón o la intelectualidad.
Érase una vez un país en el que los profesionales de la religión gozaban de privilegios ancestrales aunque a la mayoría de los habitantes de ese país no le pareciera justo, pero nadie se ponía de acuerdo en quién debía llamarles la atención.
Érase una vez un país donde la verdad era confusa e intencionadamente intrincada porque nadie concertaba quién realmente decía la verdad y quién no.
Érase una vez un país en el que se ensalzaba por activa y por pasiva los méritos de las mujeres (históricamente ninguneadas adrede), sin embargo cada día se asesinaban más féminas o se las resignaba con salarios o pensiones inferiores a los varones.
Érase una vez un país donde el trabajo era un bien escaso, mal pagado y vertiginosamente esclavista; los pobres que quería emular a los ricos perdían su sueño en manos de los que quería ser más ricos.
Érase una vez un país en el que se decía lo contrario a lo que se pensaba o sentía siguiendo estrictamente el glosario de las trasnochadas reglas de urbanidad, siempre tan criticadas y tan en boga.
Érase una vez un país en el que la envidia se forjaba en lo más cotidiano llegando a cotas de poder.
Érase una vez un país cuya moneda de cambio era la corrupción más salvaje pero nadie se ponía de acuerdo en quién era más corrupto.
Érase una vez un país de charreteras rimbombantes, medallas rutilantes, ricos eméritos y no tanto, abanderados relumbrones y doctores de salón de té.
Érase una vez un país de artistas que pasaban hambre porque la cultura se había reconvertido en algo sobado y tan a mano como un cepillo de dientes.
Érase una vez un país en el que los idiotas y los imbéciles lanzaban peroratas a diestro y a siniestro en todos los medios de comunicación sin pacto posible entre Idiotilandia o Imbecilandia.
Érase una vez un país que costaba tan caro decir a pelo la evidencia que muchos de aquellos atrevidos fueron a dar con sus huesos al circo de la ignominia esquina a la avenida de la ruina.
Érase una vez un país en el que los niños nacían cansados de jugar y la emprendían a golpes con los padres o chateaban en un teléfono móvil antes del destete.
Érase una vez un país donde el engaño era pecado venial para un poderoso y pecado mortal, e infierno incluido, para un desgraciado que deseaba emular al poderoso.
Érase una vez un país en el que tener un automóvil potente era un innegable signo de distinción.
Érase una vez un país en el que los partidos de izquierdas flirteaban morbosamente con los partidos de derechas y, éstos, confeccionaban rastas y banderas tricolores para los fastos de los otros.
Érase una vez un país en el que nadie se ponía de acuerdo si los del sur iban antes que los del norte, o los del este iban antes que los del noroeste, o si los del oeste iban antes que los del noreste, o si antes va después que detrás y viceversa.
Érase una vez un país donde "Diego" o "digo" se pactaba inútilmente para señalarlos en el almanaque como fiestas oficiales y con derecho a puente.
Érase una vez un país donde el ruido era certeza y fiesta relegando al silencio a la enfermedad o a la tristeza.
Érase una vez un país con un buen número de megalómanos que pasaban por filósofos, tertulianos o gente intelectual.
Érase una vez un país con poetas viviendo debajo de un puente y puentes que enriquecieron a algunos con comisiones ilegales.
Érase una vez un país con muchos habitantes que gustaban dar sus quejas en la escalera de su vecindario o cuchichearlas en una esquina de su barrio.
Érase una vez un país en el que se desconfiaba del sabio por petulante y se encumbraba al charlatán por un innato don de gentes.
Érase una vez un país en que la cosa autóctona era considerada mala y lo foráneo se ensalzaba como marca prestigiosa.
Érase una vez un país donde costaba demasiado encajar lo novedoso y se prefería lo añejo conocido.
Érase una vez un país que presumía de no ponerse de acuerdo en nada excepto cuando retransmitían por televisión el Madrid-Barça, aunque fuese pagando.
Érase una vez un país que, ancestralmente, de padres a hijos, se contaba aquel cuento de nunca acabar que siempre terminaba con lo mismo que empezaba y así sucesivamente.
O sea, érase una vez un país…….