Carlos Regojo Solla
No te duermas
Aquella mañana de primavera, Joaquín se sentó en el pequeño banco de piedra adosado a la fachada de su casa, próxima al camino que compartía, como acceso común obligado por mandato judicial, con su vecino Romualdo quien tenía su vivienda un centenar de metros más allá de la suya. A su lado el almendro, que había plantado su padre hacía unos años, sembraba el suelo de pétalos rosados y grandes que daban un aspecto "níveo" al suelo de terrazo que, a modo de acera, circunvalaba toda la casa.
Por la noche había notado un gran trasiego de gente que entraba y salía de la vivienda vecina, e intuía ver cumplida su enfermiza aspiración. Romualdo llevaba mal tocado por una dolencia cardíaca desde hacía meses, y Joaquín se la tenía jurada desde que el primero le había ganado el pleito de derecho a paso por aquel camino común que no le quedaba más remedio que compartir.
- ¡Te veré ir delante! -le dijo entonces. - ¡Al final usarás el camino solo de ida, y yo te veré pasar, "Romaldito"! – decía jugando con su nombre al recalcar con énfasis las tres últimas sílabas de aquel diminutivo escogido con toda intención.
Ya en el alborear -como solía hacer en las tardes de estío, cuando quedaba "planchado" bajo la sombra de aquel almendro-había limpiado de flores el banco y puesto un cojín, acomodándose en la espera, estirando las piernas y escuchando música de una pequeña radio a pilas, con el volumen a todo tren, sin recato alguno, mientras observaba el florido almendro. Todos los otoños, a Joaquín le venía la idea de talar aquel árbol, tan próximo a la ventana del comedor, por las dimensiones que había tomado y sobre todo por la cantidad de hoja muerta que, con el viento, iban a parar al porche donde se acumulaban para acabar convirtiéndose en una masa pastosa y resbaladiza que había que eliminar con frecuencia; pero nunca terminaba por decidirse y el árbol, junto al hombre, seguían configurando la postal típica del aquel rincón aunque en aquellos momentos desentonara notablemente.
Cuando se llevaron a su vecino en la camilla hacia la ambulancia que esperaba a un centenar de metros en la carretera general, el enfermo solicitó de los camilleros que se detuvieran unos segundos. Apartó ligeramente el tubo del oxígeno, giró torpemente la cara hacia la casa de su vecino y le vio dormido, ladeado sobre su izquierda, con la música altísima en aquella prometedora mañana, bajo aquel almendro que tanto le había gustado siempre.
… "la luna, el cielo y tuú, hermosa realidad.
La luna, el cielo y tuuú, y la felicidad"…, sonaba en la radio.
El enfermo, lo observó brevemente con interés. Agrandó los ojos al tiempo que se ponía lívido y tosió fuertemente. Chascó los labios decepcionado y sonrió con un enigmático rictus de aceptación al tiempo que hacía un gesto a los camilleros para que reanudasen la marcha.
Romualdo logró resistir cuatro días internado, antes de morir a causa de su deficiencia coronaria, tiempo que le permitió enterarse que su vecino, quien esperaba verlo a él pasar muerto por delante de su casa, había fallecido, a su vez, repentinamente, sentado en el banco donde esperaba, la misma tarde que se lo llevaban a él al hospital.
Arminda, la componedora de huesos de la aldea, quien decía tener contactos con los muertos, aseguraba que ambos vecinos se reencontraron en el más allá, y disfrutaron de una buena amistad. Añadía la curandera que en ocasiones Joaquín preguntaba a su exvecino:
-Dime, Romualdo, ¿por dónde pasaste que no te vi salir?
Romualdo, entonces, desviaba la conversación por otros derroteros más divinos, como correspondía al alma de un hombre prudente, como siempre tratando de evitar líos de otra envergadura por los nuevos caminos recién estrenados.