Kabalcanty
Tres vueltas de llave (Y parte 3ª)
Magda llamó a la puerta varias veces en los días siguientes. Me decía, desde el rellano de la escalera, que estaba realmente preocupada por mí, por mi salud. Yo callaba esperando pacientemente que se largara. Un día fue una agente de policía, seguro que alertado por ella, el que reclamó mi atención. A mí pesar tuve que contestar ya que, de no hacerlo, las cosas se me podrían complicar en extremo. Le dije que estaba bien, que no me pasaba nada, que simplemente no tenía ganas de salir a la calle.
— Bien, eso ya es cosa suya, señor. –dijo el policía lacónico y le escuché bajar las escaleras y dar unas concisas explicaciones a la vecina.
Poco a poco la vecina dejó de molestarme y nadie volvió a llamar a mi puerta.
Según pasaban los días, a pesar que me racionaba espartanamente la comida, mis provisiones iban mermando. No me preocupó mucho hasta que ella me lo insinuó de manera esquinada.
Tomábamos el consabido café de las tardes cuando bajó los ojos y dejó que sus cabellos ocultaran su rostro.
— No sé…. Podíamos salir un día a cenar…. Sería diferente vernos fuera de estas cuatro paredes; creo que, incluso, muy satisfactorio.
Se me atragantó la voz aflautada de ella. ¿Salir? Hasta ese día yo había manejado perfectamente el diálogo pero se me coló ese desliz de una forma natural, quiero decir que lo dije como si realmente lo deseara. Luego vacilé como consecuencia de que tendría que abrir la puerta para poder salir a esa cena. Era ilógico que, aún manejando el diálogo entre los dos, yo conjeturara abandonar esa soledad que me aconsejó mamá para mi bien. Tuve que reírme de esa salida de tono que nos sumió en el más absoluto silencio dando por terminada nuestra charla vespertina.
Las consecuencias de aquella tarde fueron demoledoras.
Por más que me empeñé en seguir reproduciendo aquellos encuentros nada volvió a ser igual. Cuando me aproximaba a la mesa con la bandeja de los cafés y las galletas, la voz aguda de ella me salía afónica, poco convincente. Llegaba a ver su silueta recostada en el sofá, pero era una forma desdibujada, repleta de imperfecciones. Además surgía la duda hasta en las primeras frases.
— Siempre tan puntual -decía desde mi voz afeminada- Pero lo que te noto es cada día menos aseado. ¿Te queda champú? ¿Y hojas de afeitar?
Dejaba caer la bandeja de mala gana y daba por concluida la conversación.
Apenas lo eché en falta cuando dejé de traer la bandeja por la tardes. Mi representación dejó de tener credibilidad. Ya no perseguía conversación con una mujer que perdió sus contornos y se volvió "demasiado auténtica". Lo peor de todo es que me deprimió y comenzó el desplome.
Intenté en vano abrir la puerta varias veces. Metía la llave en la cerradura dispuesto de liberar esas tres vueltas pero todo era inútil. Escuchar deslizarse la llave en la cerradura era tortuoso. Acudía a mí toda la repulsa al exterior. Imaginaba a los demás mirándome, fijándose en mi abandonado aspecto, preguntándome por todas las nimiedades, obligándome a tener relaciones estúpidas que me violentaban. No podía salir, no. Mamá lo sabía y yo también. Tendría que volver corriendo a mi casa para liberarme de tanta indiscreción. Sacaba la llave de la cerradura y volvía a mi calma tensa.
Comencé a releer de nuevo alguno de mis viejos libros y eso me condujo a escribir. Lo hice en una intentona de terapia perentoria. Llenaba este cuaderno a guisa de suplantar los soliloquios de las tardes. Me acompañaban las palabras escritas viéndolas surgir como si no fuese yo quién las escribía; yo era el escritor, sin embargo era mi mano, con una potestad alter ego, la que emborronaba a su antojo. Todo me iba siendo más ajeno cada vez y ni siquiera contemplaba la más mínima posibilidad de vencer las tres vueltas de llave. Escribía por las tardes, el tiempo aproximado de las visitas de la mujer imaginaria. Me hacía bien, me desinhibía.
Sé que es demasiado tarde para mí porque con mamá se me escapó el tiempo soñando con que todo sería mejor en el futuro. La soledad se ha convertido en una enfermedad que tanto me seduce irremediablemente como me fustiga. Me siento incapaz de revertir esta situación aún sabedor de que he entrado en una cuenta atrás irrefutable.
Hace dos días que no como porque ya se me acabaron las existencias. Tampoco me aseo ni abro el ordenador para hallar el vacuo consuelo de las redes sociales. Me he cerrado en banda considerando que unirme al mundo de oscuridades y nadas dónde mora mamá es mi destino. Me rebelo, en ocasiones, sobre todo cuando despierto y me enfrento a ese montón de horas que suponen sufrir un día más, pero termino soslayando las llaves y sintiendo la inviabilidad como una maldición.
Aunque ya llegó el calor veraniego, tengo las ventanas cerradas a cal y canto. El sonido vivo de las calles me atormenta y sé que llegaría a hacerme llorar. Prefiero sudar, derretirme solitariamente y pensar que esto terminará pronto.
Unas horas atrás, tal vez cuando la luz morada del sol se filtraba entre las persianas, he sentido una debilidad que me fatiga la respiración. Es un estertor hondo que me agarrota brazos y piernas. Pero no me asusto, debo morir. Lo curioso es que me he ido arrastrando hasta tomar las llaves y he quitado, sin sobresalto ninguno, las tres vueltas de llave. Fue como una última voluntad, posiblemente conociendo que mi cuerpo ya no sería capaz de atravesar el umbral de la puerta. Pero lo he hecho y, lo cierto, es que me he sentido como liberado.
Sin la compañía de esa mujer soñada, sin casi poder escribir, apenas sin aliento, me hace bien escuchar el timbre de voz de algún vecino, sus toses, su manera de subir los peldaños. Oigo a la vieja Magda de tertulia con otra vecina en el rellano del piso tercero, el golpeteo de la puerta del portal, el tintineo de las llaves al abrir los buzones. Con sólo colgarme del picaporte de la puerta podría pedir ayuda, salir al mundo. Sin embargo, sé que no lo haré, preguntarían mucho y terminarían haciéndome complicada mi vida.