Kabalcanty
Solitarios - (Parte III: Adriana)
Luego se acurrucó a la pared, sentado en el peldaño, para detenerse en una esquina donde una vieja telaraña se agitaba leve y huérfana. Se fijaba en cómo se combaba y volvía a su posición inducida por un viento imperceptible. Miró y remiró intentando dar con el arácnido habitante pero sólo encontró raspas de pintura vieja y polvo que se balanceaban al compás de la red.
Hizo ademán de levantarse y seguir subiendo a la otra planta, sin embargo algo se removía en su interior que le hizo dejarse caer meditabundo sobre el peldaño. Dejó que la luz automática de la escalera se apagara para quedarse a oscuras. Fue cuando comenzó a llorar de una manera tenue, dejando que las lágrimas aflorarán por sí solas, sin emoción alguna que le mudara el gesto. Lloraba con la cabeza pegada a la pared, dejando que las gotas escurrieran hasta su barbilla y se desplomaran. Algunas, remansadas en el bigote, las degustaba apretando los labios como sí, fundidas en su boca, fueran devueltas para volver a brotar; otras, empapando sus largas pestañas, salpicaban demediadas lloviendo sobre su chándal.
Debió quedarse dormido porque el débil fulgor de la pantalla Samsung anunció que amanecía en el recuadro de la ventana de la escalera. Ahora sí se levantó raudo para comenzar a subir al siguiente piso.
Se encontró con otra puerta igual a los otras dos. Metió la llave y abrió suavemente.
La casa olía a óleo y a aceite de linaza, cual perfume que, en un principio, podía repeler pero luego embriagaba. Junto a la ventana del salón había un par de caballetes con lienzos a medio terminar, al lado de un maletín con utensilios propios del pintor, y un tercero que reposaba tumbado, cubierto con una sábana, sobre una mesa. El suelo estaba repleto de manchas de pintura, algunas relucían frescas todavía. Encaramado sobre un sifonier se veía un busto de Magritte repintado con recargados colores.
Carlos pasó por el salón sin detenerse hasta llegar a la habitación donde dormitaba Adriana. Estaba de medio lado con la camiseta casualmente recogida hasta enseñar sus braguitas negras. Reposaba su media melena castaña tan grácilmente sobre la almohada que su perfil adolescente parecía pura seda. Abría y cerraba las aletas de la nariz haciendo un gesto adorable con los labios.
Él estuvo mirándola largamente. Sus piernas torneadas, sus brazos estirados hacia el borde de la cama, su candor como un aura pubescente que bordeaba su figura elevándola.
Carlos se acercó para tocarle los pechos encima de la camiseta.
— ¡Hola, amor! -dijo ella desperezándose feliz, risueña; sus ojos verdosos, abiertos de par en par, invitaban a beberlos- Te esperé hasta tarde pero, como no llegabas, me dormí. ¿Se entretuvo demasiado mi casero amoroso en cobrar los recibos mensuales?
Rio torrencialmente y se abrazó a él con fuerza.
— Te amo tantísimo. –dijo con viveza.
Se besaron intensos cuando la luz iba dejando de ser purpúrea y se hacía ambarina. El tímido rayo solar que emitía la pantalla era de una pureza extraordinaria, real.
Inopinadamente Adriana saltó de la cama para ir embalada a un armario del cuarto. Mientras lo abría con cierto nerviosismo, Carlos escudriñaba sus delicados y armoniosos movimientos; el semblante de él era radicalmente opuesto al que le detuvo sobre los peldaños de la escalera.
— Cuando tenga acabados los dos que tengo en marcha, tendré completa mi colección, amor.
Dijo ella, juntando las manos inquieta, y mostrando una hilera de lienzos colocados sobre una balda del armario.
Carlos fue hacia ella y volvió a besarla apasionado.
— ¡Es magnífico, Adriana!
— ¿Qué dicen en la galería? –preguntó ella, dándole un mordisquito en el labio inferior.
— Esperarán hasta que tengas toda tu colección lista. Es buen amigo mío, el galerista, amigo de los auténticos.
— Ese día será el mejor de mi vida, Charly, y espero salir de entre estas cuatro paredes y respirar aire puro, aunque sólo seamos tú, yo y el galerista.
Rio con ganas.
— Porque veo que, por ahí afuera, todo sigue tan desierto -dijo ella, separándose de su abrazo y mirándole con desbordada ingenuidad.
— Sí, mi amor, parece que la gente se ha marchado de este barrio -contestó él, yéndose a mirar por la ventana- Lo que sí hay, y en cantidad, son gatos.
Adriana volvió a reír tan francamente que contagió a Carlos.
— ¡Me encantan los gatos! -dijo ella cerrando el armario- ¿Quieres un café y unas galletas? No puedo ofrecerte nada más suculento.
Él asintió.
Adriana se dio una ducha rápida y se puso uno pantalones anchos y una camisola moteada de gotitas multicolores de óleo. Mientras desayunaban, ella puso una mueca atractiva que combinaba juntar los labios en una "o" potente, elevar la cejas y abrir desmesuradamente su mirada verdosa.
— Lo que me parece muy raro es que en la tele no mencionen nada sobre lo que pasa en este barrio, ¿no te parece? - dijo ella dentro de su inusual gesto solemne.
Carlos tardó en contestar masticando una galleta.
— Este siempre fue un barrio bohemio por lo tanto menos importante -se detuvo unos instantes y, ante el silencio de ella, prosiguió- Los artistas sólo se les reconoce como tales cuando se hacen de relumbre social, antes son invisibles y hasta molestos.
Adriana hizo un gesto de desaprobación y dio un sorbito de café.
— Yo seré reconocida cuando exponga –dijo con histrionismo y rompió a reír.
Cuando terminaron el desayuno, Carlos ojeó su móvil.
— Tengo que irme, vida, si no me pongo en serio con mi novela no la terminaré nunca.
Adriana se lanzó a sus brazos para besarle con urgencia.
— Pero….. ¿me prometes que esta noche vendrás prontito y haremos el amor larguito?
Él le tomó el rostro entre las manos. La miró extasiado, aspiro un olor virginal con vehemencia para terminar contestándole un sí continuado.
Ella rio pataleando cómicamente.
Antes de cerrar la puerta, el hombre le dijo con seriedad: "Te amo".
— No haría falta que echaras la llave, amor, nunca me iré de tu lado. Tu finca es mi mundo –dijo Adriana, ya tras de la puerta.
La cerradura giró indolente.