Kabalcanty
Solitarios (Parte IV: La corteza)
Lisa estaba sirviendo el desayuno cuando escuchó cómo se abría la puerta. Carlos hizo un gesto amable al verla y se detuvo unos instantes contemplando la figura rotunda de la mujer. Llevaba unas bragas rosas que sobresalían bajo la camiseta.
— Has salido muy pronto esta mañana -dijo ella yendo a su lado- ¿Algún problema?
Se le marcaban vivos los pezones entre la tela.
Se besaron ligeros.
— Me dejó un mensaje en el móvil la vecina del tercero, un problemilla con el aire acondicionado -contestó Carlos sin detenerse- Pero lo cierto es que en estas circunstancias poco o nada se puede arreglar.
Lisa le atajó antes de que la sobrepasara.
— ¿Es la pintora de la que me has hablado otras veces?
El hombre asintió, desviando la vista hacia el humeante desayuno.
— Es guapa ¿verdad?....... ¿Te gusta?
Carlos le tomó la cara y la besó con detenimiento.
— Es una simple inquilina, mi amor.
— Ya –contestó lacónica ella. – Desayunamos y nos vamos ¿ok?
— Es que ya tomé algo antes de salir y no tengo apetito -Carlos buscaba algo con los ojos inquietos- Por otro lado, cariño, creo que tendrá que esperar tu salida, tengo que ir a buscar combustible.
Encontró su cazadora de trabajo colgada sobre el respaldo de una silla.
— Pero me prometiste que hoy…..
— La gasolinera está alejada y no disfrutaríamos del paseo –atajó él con decisión.
El rostro oval de ella se ensombreció. Su mirada no buscaba la del hombre, sino la de la fatalidad tendida en el suelo.
"¡¡Joder!!", exclamó airada dando un pisotón en el firme.
— Volveré lo antes que pueda -dijo él, yendo hacia la puerta- Saldremos mañana.
Carlos cerraba ya la puerta cuando ella le dijo suplicante: "Tengo miedo de que todo se joda, amor". Él le hizo una mueca desde el umbral para quitarle importancia y cerró con llave.
En la portería accionó un par de teclas. Buscó su móvil para ponerlo en modo cronómetro. Sacó una libreta y un bolígrafo del cajón de las pastillas y se sentó a escribir una lista que pensaba esmeradamente, moviendo sus pestañas con parpadeos lentos y sin perder de ojo el pedazo de pantalla Samsung que divisaba desde ese sitio.
Cuando vio pasar el coche blanco por el pantallón QLED Q900R, se centró más en lo que escribía. Dio por acabada la lista comprobando una por una las anotaciones. Luego cogió un mandil mugriento para atárselo a la cintura.
Volvió a erizársele el vello al abrir el portillo en uno de los extremos de la pantalla. Una bocanada de calor espeso, reconcentrado, le barrió el rostro al salir al otro lado. La ausencia de viento era bochorno que se podía mascar. Un claroscuro rojizo iluminaba una calle idéntica a la del pantallón con la salvedad de un deterioro silvestre donde abundaba la basura y el abandono total. Cogió una de las dos bombonas llenas y fue vertiéndola en el agujero de repostaje de un generador que traqueteaba renqueante; aceleraba inopinadamente para desvanecerse en un ralentí titubeante. Después, cargado con la otra bombona, fue hasta un coche blanco destartalado aparcado junto al portal. Repostó. Carlos sudaba copiosamente al tiempo que se escuchaba su respiración fatigosa. Metió siete bombonas vacías en el maletero después de asegurarse de que las dos mochilas UBIC 40 estaban en buenas condiciones. Mientras trajinaba se fue formando una hilera de más de una docena de gatos que le escudriñaban atentos sentados sobre el verdín pardusco que cubría la acera. Carlos les miró indiferente, dio un patadón sobre el asfalto pero los gatos siguieron inmóviles e interesados.
El motor de arranque gemía patinando inútil hasta que, a la quinta intentona, revivió las revoluciones.
Recorría lento las calles abandonadas. A medida que se acercaba hacia el norte de la cuidad, la empañada luz se hacía más rojiza perdiendo el velo oscuro que la amortiguaba. Cientos, miles de gatos, revolvían entre los detritos irreconocibles o miraban el paso del coche tendidos en los balcones, en las aceras, sobre los autos detenidos, o corriendo alocados en pos del vehículo. El resto era soledad, descuido detenido de muchos meses atrás. Algunas ventanas, abiertas por cualquier coyuntura, descubrían enseres sedentarios en el polvo, deslucidos, marcados por las garras de los felinos que campeaban los inmuebles como auténticos dueños inamovibles. En los cruces de calles, todavía Carlos aminoraba su calmosa marcha para atisbar a izquierda y a derecha ante una posible colisión. Pero su cautela era tan breve, un mero reflejo, como el aldabonazo de su consciencia en esa nueva realidad despoblada. Conducía de memoria, torciendo a un lado o a otro sin importarle cuantos gatos había o dejaba de haber. Abiertas de par en par las ventanillas, y obviando los maullidos, el crujido de los desperdicios que alfombraban el asfalto era el son que le acompañaba.
El edificio del hipermercado, en una plazoleta arboleada con troncos resecos y ramas vencidas, le hizo maniobrar para instalarse justo a la entrada.
Tomó las dos mochilas del maletero y se las echó al hombro. Antes de entrar se detuvo a comprobar la parte de cielo hundido por la que se filtraba un grueso caño incandescente vertiendo sobre un horizonte que se perdía tras las cabezas de los edificios. Por allí el color púrpura se intensificaba de tal modo que parecía un incendio tremebundo deseoso de tragarse la ciudad entera.
Carlos observó el firmamento que le techaba. Lo rojizo obnubilaba lo celeste partiéndose en pequeñas arterias que delimitaban el celaje en fragmentos caprichosos. Su perfil contrastaba azafranado como una bestia surgida del mismísimo averno.
Luego, se enfrentó a la puerta del hipermercado traspasándola y fue cuando vio al niño de nuevo.