Kabalcanty
Solitarios (Parte V: El niño)
Le había visto otras veces corriendo por las sucias calles, jugando con los gatos, o agazapado espiándole cuando repostaba o cogía el avituallamiento de los abandonados comercios. Intentó varias veces atraparle, pero el chaval (aparentaba tener unos diez o doce años) huía veloz sorteando como un gamo cuantos obstáculos hubiera a su paso. Nunca vio ningún ser humano por la ciudad en los últimos meses y, por ello, la presencia del niño se le hacía más chocante.
En ese momento le vio realmente cerca. Estaba encaramado en la cabecera de la góndola que exhibía refrescos justo enfrente de la entrada del hipermercado. Bebía tranquilamente de una botella con zumo de naranja y sostenía en su regazo una bolsa abierta de patatas fritas.
Carlos, sin pensárselo más, corrió hacia él, atropellando varias cestas desperdigadas. El niño se lanzó desde lo alto, dejando abandonado su botín, y emprendió una carrera hacia el pasillo central. Carlos dejó caer sus mochilas en su afán por alcanzar al pequeño. Su velocidad era endiablada y su agilidad portentosa. Se metía por los pasillos aledaños y reaparecía enérgico otra vez por el corredor central. La luz rojiza, que entraba por las claraboyas del techo, iluminaba débilmente el comercio y hacia más dificultosa la persecución.
La suerte se alió con el adulto, ya que el niño tropezó con el pie de un cartel publicitario, fuera de lugar, para estrellarse contra una gran caja de cartón que contenía bricks de leche. Los segundos que quedó aturdido, sentado junto a la caja grande, fueron los suficientes para que Carlos llegara a su lado.
Tenía la edad presupuesta, el pelo rubio, revuelto, los ojos claros, ahora enrojecidos y llenos de alarma, y estaba vestido con ropas sucias, aunque de corte moderno, que le quedaban amplias sobre su cuerpo escuchimizado. Tenía varias quemaduras en los brazos y manos y chamuscado el filo de su camiseta.
Miraba de soslayo a Carlos cuando este trató de clamarle con palabras amables.
— Tranquilo, chaval, no voy a hacerte daño, sólo quiero ayudarte.
Le acarició la frente desviándole el flequillo hacia un lado.
El pequeño se enfrentó unos segundos a sus ojos y bajó la mirada hasta sus deportivas de marca. No tenía el aspecto típico de un golfillo, incluso parecía, si uno se fijaba en las dulces líneas de su rostro y en sus manos finas, un niño bien.
— He bajado a la Boca de Luzbel -dijo con una timidez que le retemblaba en el labio inferior- Sé dónde está, dónde está todo, señor.
Carlos se sentó a su lado y trató con comprender lo que decía el niño.
— ¿Llamas así a ese hoyo de fuego? -preguntó Carlos- ¿Tu familia está allí?
El niño se encogió de hombros. Se limpió la nariz con el dorso de la mano y tosió un par de veces.
— ¿Cómo te llamas, pequeño?
— Grigori -contestó en un hilo de voz.
— Por tu nombre, deduzco que tus padres son extranjeros.
— Mi padre dice que mi nombre es precioso -contestó el niño súbitamente altivo.
El hombre le revolvió el cabello en una caricia.
— No he querido ofenderte, chaval. Mira, yo me llamo Carlos y he venido a por comida porque somos cuatro personas las que quedamos en una casa del Barrio de Las Letras -dijo Carlos con voz acogedora- ¿Te has hecho daño con la caída?
Grigori negó y, para demostrárselo, se irguió con soltura.
Fueron a por las mochilas y las fueron llenando con diversos alimentos. El niño parecía más calmado ayudando al hombre con eficiencia. Apenas hablaron nada aplicados en su tarea. Tan sólo el sonido de su busca de viandas todavía no caducadas llenaba el hangar del hipermercado. Inevitablemente se toparon con algún que otro gato que espantaban inútilmente pues el animal, retirado a una distancia prudencial, les seguía observando impasible.
Después de que Grigori comiera algo, se aseara con agua mineral y se adecentara poniéndose unas ropas nuevas en la sección textil, llevaron las mochilas cargadas al coche.
— Nos acercaremos a por carburante, -dijo Carlos, poniendo ambas manos sobre los hombros del pequeño- luego nos acercaremos a esa Boca de Luzbel, ¿ok, amigo?
Grigori asintió para seguidamente acomodarse en el viejo auto blanco.
Repostaron llenando las siete bombonas en la gasolinera que había en la rotonda de la Vía de Circunvalación T-45. Carlos tuvo que ayudarse del surtidor vecino para completar la carga. Ya se había vaciado, entre esta y las anteriores veces, por lo que quedaba sólo ese que comenzó entonces. Se quedó unos instantes pensativo sopesando, posiblemente, en estaciones de servicio más cercanas y abastecidas, aunque esto último era algo hipotético.
— Bueno, tú me guías, Grigori. ¿Podré llegar con este trasto cerca de la boca?
El niño se lo pensó unos segundos.
— Mejor nos paramos cuando lo veamos cerca, allí hace mucho calor, mucho.-contestó, escapándosele una risita ávida.
Siguió la ruta que le indicaba el niño. Iban cruzando paisajes similares a ya vistos en los últimos meses: abandono, silencio, gatos y luz bermeja que se acentuó notablemente cuando divisaron el corte en el cielo y el haz purpureo incidiendo sobre el suelo.
Carlos dejó el coche junto a un bordillo para tomar al niño de la mano e ir acercándose a la boca. Le puso a Grigori su camisa intuyendo que debían protegerse la piel al máximo. Él se abotonó su cazadora de trabajo y se colgó en bandolera una cantimplora con agua mineral. El calor era asfixiante según se acercaban.
— ¿Escapaste de esa boca de fuego? -preguntó Carlos.
— No, allí nadie te obliga a que te quedes -contestó el niño de la forma más natural, como si el hombre hubiese formulado una simpleza- Quería ver si quedaba alguien por la ciudad y enseguida le vi a usted. En realidad, estaba seguro que le encontraría.
— Pero huías, leches -dijo Carlos, sacudiéndole la mano agarrada.
— ¡Me encanta correr!
Dijo Grigori, soltándose repentinamente y echando a correr con diligencia mientras emitía una risa aguda, chiflada. Se dirigía directo a la boca incandescente volviendo la cabeza hacia el hombre.
Carlos, unos segundos desconcertado, fue detrás de él gritando su nombre.