Kabalcanty
Solitarios (Parte VI: La Boca de Luzbel)
La silueta de Grigori se tornó rojiza, casi ardiente a tenor de sus cabellos alborotados como vivas llamas, al llegar a la grieta candente. Parecían esperarle otras dos figuras pequeñas que le recibieron con abrazos y grititos jubilosos. Antes de que llegara el hombre a ellos, desaparecieron entre la bocanada ígnea.
Carlos, plantado a escasos metros, escudriñaba amedrentado la escena. Un enorme agujero en el cielo traslucía el vómito de fuego desde una oscuridad insondable. Las grietas alrededor del boquete eran ramificaciones arreboladas que se extendían más allá del horizonte como si un demoledor impacto hubiera roto el firmamento. Sobre el firme de la ciudad, otro hoyo mayúsculo hervía mansamente. Olía a carne quemada dentro de una peste sulfurosa que se pegaba, casi física, al aliento.
El hombre se fue acercando imantado por el eco de la voz del niño que se escuchaba débilmente diciendo: "No tengas miedo, ven, Carlos". Un desfiladero en espiral bajaba hacia el fondo incandescente. Entre el zumbido de las llamas y el eco de la voz del niño, se oían ayes tenues que ascendían y descendían al igual que las lenguas de fuego que emergían del núcleo.
Carlos tomó el desfiladero pegándose a la pared. Sudaba a chorros y sentía la combustión atravesándole cazadora y piel. Tuvo una arcada cuando vio que el agujero se revestía de cadáveres ennegrecidos, amontonados desordenadamente y congelados en muecas de extremo dolor, que refulgían bermejos, petrificados y apestosos. El hombre se apoyó involuntariamente contra el amasijo humano para frenar el vómito.
"A mitad de camino de la vida,/ en una selva oscura me encontraba/ porque mi ruta había extraviado.", musitó, recuperándose, los versos de Dante para después escupir una acidez que le quemaba la lengua.
Siguió bajando la cañada atraído por la curiosidad de lo horrible. Era de suponer que su coraje no le venía del cuerpo sino de una pulsión recóndita de su mente que le arrastraba a querer saber más allá.
Fue haciéndose palpable la transparencia de la lava que bullía en la entraña del pozo. Tras ella, como bajo una coraza de vidrio hirviente, el tráfago de la ciudad de hacía unos meses atrás seguía imperturbable. Los autos abarrotando las calles, los comercios iluminados mostrando las últimas novedades, las gentes en su trajín cotidiano…… toda la normalidad hundida en una urna profunda custodiada por una inextinguible pira. El hombre llegó a reconocer su edificio, su fachada, su casa, y a Ruth, Lisa y Adriana moviéndose livianas entrando y saliendo del portal; ninguna pantalla lo cubría, ningún generador lo subsistía.
Cuando le pareció cercano el fondo, el pasillo comenzó a ascender. No se elevaba hacia la entrada que él tomó, se sesgaba para hacia un lugar más umbrío donde parecía menguar lo infernal. Los paramentos los seguían revistiendo muertos pero ahora estaban recubiertos de verdín, ennegrecidos y húmedos destellaban consternación. El piso resbalaba por lo que Carlos se aferraba, conteniendo la repulsión, a los miembros fósiles de la pared. Ascendía la espiral del desfiladero hacia un punto de luz lejano que se divisaba como un pequeño botón.
Fueron horas caminando con luz ínfima entre el apestoso entorno. El hombre no podía vacilar ya porque se suponía que la respuesta a todo aquel averno se hallaba en la esperanza de la luminosidad distante. Se detuvo varias veces fatigado, falto de aire, y observando el trecho recorrido. Ya no hacía calor, sino ambiente lóbrego y silencio. Los ecos del niño y los lamentos velados desaparecieron y sólo sus pasos llenaban la atmósfera claustrofóbica.
El botoncillo visto a la lejos se fue convirtiendo en una puerta por la que se filtraba un resplandor plateado. Carlos se acercó cauteloso, temblando de frío tras el cambio de temperatura. Empujó la puerta y cedió sin obstáculo alguno. La claridad le cegó en un principio sintiendo al tiempo que una bocanada de viento tibio le fue regenerando. Traspasó el umbral arrastrando los pies, cauteloso.
Poco a poco fue adaptándose al lugar. Parecía un comercio que le fue resultando conocido.
— Bienvenido, Carlos. Te esperaba.
Distinguió a un joven apuesto que le sonreía apoyado en la encimera de un tocador con espejo para cosmética. Tenía abundante cabello rubio recogido en una coleta, ojos azules, una nariz recta y unos labios finos que se arqueaban delicadamente al sonreír. Su tono de voz era dulce, seductor, grave para enfatizar las palabras y suave para destilar cordialidad.
— Grigori me ha contado lo bien que te portaste con él -dijo, manejando las manos con gracia- Por otra parte, no podías portarte de otra forma con la candidez que despliega el pequeño.
Carlos fue reconociendo la peluquería de Pepa León, el local que existió frente a su casa. No había resto de felinos y todo estaba impoluto, listo para contentar a los clientes.
— ¿Eres el padre de Grigori?
Sus largas pestañas, requemadas, habían perdido su grácil curvatura.
El joven rio abiertamente; se le marcaban dos adorables hoyitos en las imberbes mejillas.
— No, no lo soy, pero como si lo fuera. -contestó cortés- Pero no nos desviemos de lo que realmente importa. Tengo prisa por volver a bajar, -y señaló con los ojos la puerta por la que entró el hombre- aquí se me hace complicada la vida.
Carlos se acercó más a él esperando sus palabras.
— El caso, estimado Carlos, es que el experimento está llegando a su fin y veo que a ninguna de tus tres mujeres has embarazado. No era eso lo que se pretendía, ¿recuerdas? Tenéis todo el mundo para vosotros y perdéis el tiempo en naderías. No me complace, amigo, no, para nada. Te doy de tiempo hasta que se acabe el combustible en el generador, ¿ok? Después, depende de ti, ya sabes, o blanco o negro. Hasta que se acabe la energía al generador, nada más. Por cierto, te he dejado más cápsulas por si las moscas. Goodbye.
El joven, remarcando su paso con afectación, salió por la puerta.
El portazo devolvió la sordidez a la peluquería que se llenó de gatos instantáneamente.
Desde dentro, a través del escaparate, Carlos vio la trasera del pantallón que cubría el edificio de siempre. Cerró los ojos con cansancio y se dejó caer en uno de los empolvados sillones de maquillaje, no sin antes espantar de un manotazo a un gato bengalí.