Kabalcanty
También hay estrellas en Navidad
Sobre las siete de la tarde, la Plaza Mayor fosforescía con las luces navideñas abarrotada de público. Los puestos navideños hervían en clientes pidiendo la figurita más original para el belén: el cagón con la cara del político de turno, el angelito bailando un rap, el pastorcillo con deportivas de marca. La gente vociferaba dándose pequeños empujoncitos debido a la multitud, pero no importaba porque al día siguiente llegaba la Navidad. Este año el campanazo de ventas lo había dado el Instant happiness kit: una pequeña cesta de cartulina con espumillones, peluca dorada o plateada, a elegir, un matasuegras y una botellita de medio litro de cava. Doce euros la unidad. Muchas personas recorrían alborotados de puesto en puesto reclamando el exitoso kit y cuál era su decepción cuando el comerciante les negaba con la cabeza mostrándoles que ya no quedaban existencias. Una auténtica desgracia, a tenor del gesto contrariado con que, sobre todo los adultos, intentaban sumarse a la fiesta sin su salvoconducto de felicidad.
Para Eustaquio, Taqui para los conocidos, la tarde no era tan diferente. Acaso algo de más jaleo y, lo más molesto, los graciosillos que siempre le hacían participe, a él y a otros de su condición, de sus bromas sin preguntarle.
Colocaba sus cartones en los soportales de la Plaza para pasar la noche, otra más, al igual que sus colegas de al lado. Triple cartón en el suelo y alrededor otros atados con cuerda formando una pequeña estancia con el largo y ancho de las dimensiones de su cuerpo. También tenía una almohada (un amasijo de papelotes trenzados con cinta adhesiva metidos dentro de una bolsa que años ha fue para el pan) y dos mantas que se llevó del último albergue. Rubén, el perro que a toda costa le acompañaba, movía el rabo viendo la preparación del catre.
— ¡Está bonito, eh Taqui! -le dijo un indigente de barba larga y canosa señalando con el mentón el lucerío de la Plaza Mayor.
Taqui miraba con sus ojos perdidos, sonriendo con la bocota de par en par, y abandonándose, como casi siempre, en el cielo despejado. Le encantaba contar estrellas, despaciosamente, señalándolas con el dedo para no perderse, cosa que le acababa ocurriendo.
— Mira el Taqui -dijo otro mendigo advirtiendo al de las barbas- ya se ha flipao con las estrellas.
Echaron una risotada y le dejaron en su quehacer.
Pero Eustaquio no fue siempre así. La vida le cambió cuando su mujer murió. En el año 2008 entró en una depresión que le costó primero una baja laboral y luego su despido como carretillero en una empresa de logística. Sus dos hijos acabaron cansándose de su enfermedad y se fueron de casa, dicen que por Cataluña. Eustaquio acabó endeudándose con los gastos cotidianos, hipotecó su casa y se la terminó quedando un banco. Muchos de los colegas que dormían entre cartones en esa Plaza principal de la ciudad tenían historias muy similares aunque, lo cierto, es que casi nadie contaba su pasado. El silencio tácito se fue convirtiendo en una llave para afrontar el futuro.
Posteriormente, la vida de Eustaquio se convirtió en una infinita línea recta sin horizonte, sin vaivenes, sin oscilaciones para él. Entre hospitales, albergues, centros de acogida y cacheos de la policía, acabó haciéndose un hueco en el duro suelo de los soportales de la Plaza Mayor.
— Venga. Taqui, deja las constelaciones y vamos a la piltra que baja ya el frío carajero -dijo el de la barba, tirándole del brazo.
Allí todos se acostaban pronto, sobre las ocho u ocho y media, "para ir tomando el tiento al aposento", como decía Ricardito, el poeta, enfundado en sus guantes desmochados y sus lianas de bufandas.
Taqui tomó un buen trago del brick de vino y le echó otro poco a Rubén en el cuenco de la tapa de un insecticida. El perro, en tres lengüetazos, sorbió el líquido. Después se enroscaron los dos entre las mantas.
Pasada la medianoche, un golpetazo sobre los cartones le hizo despertar sobresaltado y a Rubén aullar de espanto. Un grupito de jóvenes, llevando unas botellas en la mano, reían dislocados ante la estupefacción de Taqui.
— Hey tú, pordiosero, vamos a celebrar la Navidad –dijo uno de los chavales con la lengua pastosa de borracho.
Taqui se tapó la cabeza con las mantas arrimándose al perro bajo su brazo.
Hubo algún mendigo que protestó pero los jóvenes le increparon amenazantes y cesó la queja.
— Vamos, coño, no me cabrees.
El primero que había hablado tiró con fuerza de Taqui y lo sacó en volandas de entre las mantas.
Le llevaron al centro de la Plaza para rodearle entre todos contra la trasera de uno de los puestos navideños. "Bebe, cabrón" , le decían tendiéndole una botella de ginebra. Taqui negaba agitando la cabeza, balbuciendo algo ininteligible. "Tienes que estar contento para celebrar la Navidad", le dijo otro metiéndole la botella por la boca mientras le agarraba del pelo echándole la cabeza hacia atrás con rudeza. Taqui tragaba con los ojos llorosos, agitando las manos nerviosas, mientras el perro Rubén miraba la escena ladrando a una distancia prudencial. Los muchachos, alrededor de él, bailoteaban cantando torpemente un villancico al tiempo que uno de ellos seguía dándole ginebra. "Dale al jodido apestoso hasta que le salga por las orejas", dijo otro, escupiendo perdigones como una fuente. Luego comenzaron a darle patadas por turno hasta que Taqui vomitó y quedó tendido sobre la papilla.
Los lametazos de Rubén llegaron a despertarle. Taqui sentía la cabeza hinchada y el cuerpo pesado, inservible. Estaba pringando de devuelto y apestaba agrio de lejos. Se fijó en el camión de la basura que, en una esquina de la Plaza, recogía las huellas de la felicidad del día anterior. Todavía todo estaba muy oscuro, sin embargo las estrellas lucían más poderosas que nunca. El indigente escudriñó el firmamento con devoción, absorto en el titilar como si estuviera recibiendo un mensaje cifrado desde las alturas. Rubén alzó las orejas y también echó una ojeada al cielo, pero nada pareció llamar su atención pues el rugido del motor del camión de la basura le interesaba más.
— ¿Qué hostias haces ahí tirado, Taqui? -le gritó desde lejos uno de los operarios del camión- Anda, vete a tu bujío que te vas a quedar pasmao. Y feliz Navidad, Taqui.
— Fe….feliz…..Na….na…..vidad, co….co….legas.
Dijo Eustaquio, sonriendo de oreja a oreja.
Al instante, volvió a sus estrellas sin dejar de sonreír alelado.