Kabalcanty
Después de la formación del espíritu nacional (Parte II)
Las cosas por mi casa no iban todo lo bien que yo deseaba. Acababa de cumplir 16 años y seguía estancado en mis estudios contables en la academia 'Bilbao'. Había suspendido ya dos oposiciones para botones, una para el Banco de Vizcaya y otra para el Urquijo, y para colmo de mis males mi hermana iba a empezar a trabajar en una tienda de marroquinería cerca de la Plaza de Quevedo. Mi padre se impacientaba "tu hermana ya con pie y medio en un trabajo decente, y tú nones" mientras mi madre le pedía calma: "deja al chico, Narci, que es menos echao pa´lante"para que yo encontrara el camino de mi futuro.
¿El futuro?, me decía yo una y otra vez. Levantaba los ojos, me fijaba en el horizonte como si fuera un oráculo y lo veía todo borroso, inadecuado para mí, inaccesible. Me parecía algo de seres adultos hechos y derechos que, de la noche a la mañana, se habían encontrado con él. ¿El futuro?, me preguntaba arrebujado por las noches entre las sábanas y me dejaba tan perplejo que acababa durmiéndome sin tener nada claro.
El asunto llegó al límite cuando un día, a finales de enero de 1974, rebasé mi hora límite para llegar a casa, me pasé más de una hora y pico. Mi padre me esperaba amodorrado en el sillón dejando pasar las imágenes de la televisión que contaban lo que iba a ser la eterna tromboflebitis que iba a terminar con el dictador Franco. Mi madre y mi hermana ya dormían, lo supe por el resonar metálico de la voz del comentarista de la primera cadena de televisión que me dio la voz de alarma nada más girar la llave de la puerta.
— ¡Vaya, ya se dignó volver el niño! -dijo con retintín y con los pelos revueltos- Pues sabrás que son pasadas las y media. Yo mascullé algo sobre la tardanza del autobús, lo típico, pero no coló.
La cosa la resolvió sentencioso mi padre: "el lunes coges el hato y te vienes a trabajar conmigo. Y santas pascuas".
Y así fue como empecé a trabajar a regañadientes en la pequeña empresa de construcción que regentaba mi abuelo junto con mi tío y mi padre. La tardanza de aquel nefasto sábado era debida a que mis amigos y yo habíamos ligado con unas chicas unos meses atrás. Lo cierto es que nunca habíamos ligado, por más veces que lo intentamos, y gracias a un zapato lo conseguimos.
— Joder, ni la misma Brahojos lo hubiera creído jamás. –aseguraba Roque, uno de mis amigos, el del zapato, lleno de una estupefacción que compartíamos todos...Bueno, todos excepto Alberto, que se creía tan bello e irresistible aunque tampoco ligara jamás de los jamases.
La Brahojos era una antigua profesora de dibujo técnico del instituto que era la personificación de la credulidad. Cualquier bola que te inventaras, aunque levantara las risas del resto de la clase, se las creía a pies juntillas. Recuerdo que Antonio Abia, uno de la clase, le dijo un día que se sentía indispuesto para hacer el trabajo de dibujo de fin de semana. "Pero si todavía es jueves, Abia", le dijo la Brahojos, acercando sus ojos de búho tras las gafas. "Es que tengo una cosa que me sube y me baja de garganta a tripa y sé que terminará en flato". El runrún comenzó a invadir el aula. "¿Y sabes qué pasará este fin de semana?", le preguntó ella vivamente interesada. "Claro, la madre pone fabada el sábado y se me tensa el buche que no me puedo ni doblar". Risas generalizadas que nos costaron a Candel y a mí una hora de castigo después de clase. Abia levantó las manos victoriosamente cuando la Brahojos volvía hacia la pizarra después que le permitiera hacer el trabajo en el aula mientras nosotros hacíamos que estudiábamos teoría de dibujo lineal. Era toda ingenuidad con gafas.
Ni la mismísima profesora hubiera creído eso de ligar con un zapato. Y fue cierto. Pasaba el grupo de chicas por la acera de enfrente. Nosotros estábamos sentados en las escalinatas de un portal, aburridos y soltando chascarrillos sobre los motes de tal y de cual. Roque no lo dudó, e infundido por una gracia "venida del más absoluto hastío", como lo calificaría él años después, se quitó uno de los zapatos y las saludó efusivamente. Las chicas rieron mirando reiteradamente hacia nosotros. ¿Hacia nosotros?, preguntó nuestro colectivo subconsciente, patidifuso. Como siguieron riendo y espiándonos a distancia, nos levantamos y fuimos tras ellas hasta que entablamos conversación.
Eran del barrio, no de Carabanchel, sino de donde yo vivía antes, o sea del centro de Madrid. En el fondo, mi familia se mudó a ese barrio del sur pero todos, por hache o por be, teníamos anclajes alrededor del antiguo barrio y nunca nos desprenderíamos de ello.
Las mujeres entraron en nuestras vidas adolescentes de forma casi inaudita. Todo iba a cambiar muy deprisa para bien y para mal. Los primeros amores se mezclaban con los primeros rechazos y lamentos por aquel beso que soñábamos y que costaba Dios y ayuda conseguir. En aquellos años 74 estábamos tan despistados con nuestros futuros como con el despertar del sexo. Las chicas eran esquivas en darse ni siquiera la mano, el roce de la piel masculina, y los chicos nos seguíamos masturbando como locos y pensando que aquel acto nos podía condenar al infierno. Se empeñaron en educarnos en la culpa, en la represión para la purificación, pero sólo conseguirían hacernos nihilistas y libidinosos aunque fuera a fuerza del cansancio de cohibirnos. Pero eso no sería en el año 74, no.
Esa fue la razón por la que llegué tarde aquella noche de finales de enero y por la que iba a desembocar en Obras y reformas Estanislao González Pérez e hijos ¿Eso era el futuro?
Mientras tanto, Carlos Arias Navarro, conocido vulgarmente por ‘el mantequilla’, se hacía con la presidencia del gobierno. Dio falsos signos de aperturismo en el régimen, con un Franco ingresado en el hospital cual mojama, pero todo fue un espejismo. El anarquista catalán Salvador Puig Antich murió pocos meses después condenado a garrote vil.
¿Me esperaba un futuro tan medieval?