Kabalcanty
Después de la formación del espíritu nacional (Parte IV)
Todos creemos en el primer amor por esa intoxicación que tenemos a base de películas y literatura más o menos rosa. Pero lo verdadero, lo que suele ocurrir, es que llamemos “primer amor” a un sentimiento adolescente que se nutre de energía, propensión y ansiedad. El adolescente siente un latigazo físico que solivianta a sus hormonas y llena su mente de florecillas suaves y delicadas.
Así me ocurrió con Conchi, sólo que con una brevedad de rayo. Desde que la vi en el grupo de chicas que conocimos por el “gancho del zapato” me recordó enormemente a la actriz Sofía Loren. Por aquellos años 74, me gustaban las chicas que tenían un parecido con alguien famoso sobre todo actrices de cine o del mundo de la canción. Tal vez no se asemejaran realmente, pero me las imaginaba similares, por esta o aquella particularidad, y me deslumbraban ipso facto. Mis noches se convertían en devocionarios ardorosos que, cuando conseguía dormir, se hacían pesadillas fogosas.
Deseaba tanto enamorarme que lo hacía a la primera de cambio.
Conchi era morena, de ojos negros profundos y una simpatía desbordante. Era la más pequeña de las chicas, 14 años, y nos fijamos el uno en el otro porque éramos los bromistas típicos del grupo. Donde estaba la risa incontenible, la broma altisonante, hay estábamos nosotros. Sin embargo, yo fuera del grupo no era así. Me defendía grupalmente de mi innata timidez con la broma pero en solitario era bastante diferente.
Nuestro romance duró viernes, sábado y domingo. Nuestra forma de “salir” era como la de todos: nos adelantábamos o atrasábamos en pareja allá donde el grupo de chicas y chicos se dirigía. Cuando se llegaba al lugar cada cual se mezclaba y, como mucho, se compartían miradas y risas. Siempre se procuraba, sobre todo al anochecer, encontrar un hueco para perderse pero no muy lejos, sabedores de que el grupo andaba cerca.
Conchi se dio cuenta enseguida que yo era menos chistoso en soledad. Notaba mi rubor al dirigirme a ella a solas y eso me entorpecía aún más. Pensaba que le diría tal o cual cosa, que me acercaría a ella y le rozaría el mentón o la melena larga rozando su cintura, sin embargo todo se quedaba atravesado en mi garganta preso de una turbación que enrojecía mis mejillas hasta notarlas arder.
En el último día de nuestro idilio, sin habernos dado beso alguno, tan sólo cogidos de la mano, nos sentamos en un banco de la Plaza de los Guardias de Corps frente a la ruinosa fachada del Cuartel de la Montaña y dejando detrás a la calle Limón. Los demás, en un banco de la misma plaza lo suficientemente alejados, berreaban bromas sin descanso.
— Sabes, he pensado que soy demasiado pequeña para empezar con el lío de estar con un tío -me dijo Conchi, rehuyendo mis ojos y desmesurando los suyos contra la ametrallada fachada del cuartel- Me aburro, Jesús, y creo que tú también ¿no?
Entonces me miró con el interrogante desbordando sus pestañas.
Me imaginé sus ojos vivarachos dentro de sus sempiternas ojeras, pero yo no podía encararla. Sus palabras se abrían paso en mi pecho como horda de alfileres incandescentes. Creí morir allí mismo.
— Sí……. sí…… creo que tienes razón.
Contesté tartamudeando, haciendo un acopio de fuerzas para no romper a llorar.
Hacía frío esa noche de domingo en febrero, estaba el cielo despejado con un gajo de luna enganchado en la cumbre de la fachada del cuartel. Se escuchaban las risas de los demás del grupo mientras un silencio me procuraba un sudor helado y unas ganas tremendas de estar solo. Poco a poco, sin pronunciarlo, nos integramos en el grupo. Todos imaginaban lo que había ocurrido sobre todo por mi cara de funeral. Estaba tan dolido que me molestaba esa mirada elocuente de los otros. Conchi soltó una de sus bromas y todo volvió a la normalidad de segundos antes.
— ¿Te vas? -me preguntó Emilio cuando ya estaba a unos metros de todos. — Si, si….. Es que hoy tengo que estar antes en casa. Les dije sin saber que decía.
Esa noche, entre las sábanas y sin cenar, fue infumable.
Una semana después me enamoré de una chica que era un calco de John Lennon. Ni que decir tiene que la ruptura con Conchi fue un varapalo para mi nueva actividad laboral en la empresa familiar. El equilibrio que me procuraba el amor adolescente se desniveló y con ello el trabajo me era insufrible. Sólo iba un día a la semana, los viernes, a la oficina, el resto de los días lo pasaba subiendo carretillas de arena por la empinada calle de San Dimas. Mi familia trabajaba el mantenimiento de la iglesia Nuestra Señora de Montserrat en la calle San Bernardo, que además de iglesia era residencia de estudiantes, garaje para residentes y vivienda para los benedictinos que la regentaban, pasando gran parte del año reparando las continuas contingencias que ocurrían en ese edificio que ocupaba toda una manzana.
Me dolía hasta el último hueso del cuerpo cuando llegaba a casa pero lo peor era mi mente que se abotagaba ocupada sólo en mantener en orden mis músculos. En un mes llegué a un acuerdo con mi padre: trabajaría por las mañanas en la empresa familiar y dedicaría las tardes a retomar mis clases en la Academia Bilbao. Contra mi recelo, no le pareció mal el trato.
Sin darme cuenta, comenzaba una segunda parte de mi adolescencia que sería determinante en mi vida. Me dejaba llevar y eso pasaría su factura a su debido tiempo.