Natalia Puga
Tiempos de virus y de nostalgia
El miércoles pasado me tomé una caña en una terraza. Fue algo improvisado, de apenas una hora, quizás un poco más, y, en el momento, me supo a gloria. Poco podría imaginar que, una semana después, al lado de esa gloria se habría pegado el adjetivo “bendita” y la recordaría con la sonrisa que a una le sale cuando piensa en el primer amor, el primer viaje o el abrazo que tu abuelo ya no podrá volver a darte.
El jueves a aquella misma hora ya había optado por el teletrabajo, por un encierro autoimpuesto que desde aquel día solo he roto dos veces por cuestiones laborales. Y no creo que haga falta que le recuerde al lector que al día siguiente ya se había anunciado el inminente estado de alarma en toda España, en Galicia ya se había aprobado la situación de emergencia sanitaria y aquella terraza que tan bien me había sentado 48 horas antes tenía ya las cañas contadas.
Las noches siguientes ya casi son historia. Historia de una pandemia que nadie supo ver venir, con la que todos llegamos a bromear y que ahora no conozco a nadie a quien no tenga asustado o, al menos, preocupado. Por supuesto, aquella caña no ha vuelto a repetirse. Sí, puedo tomar una cerveza en casa porque soy de las privilegiadas que está sana y no tiene contagios en la familia o las amistades próximas, y, además, la cuarentena me ha pillado en una casa con jardín en el que saciar la ansiedad de aire fresco y cortos paseos. Pero ni he abierto una Estrella.
Una caña es mucho más que una cerveza en una copa. Es la compañía. Es el ambiente. Es la sensación de libertad que hasta ahora poco apreciábamos. Es el saberse dueño de tus movimientos. Es el instante sin más. Y hoy cobra mucho más sentido. En tiempos de coronavirus, como parece que se ha bautizado a esta etapa histórica que nos está tocando vivir, es la cotidianidad de la que ahora nos sentimos a años luz.
En tiempos de virus y de nostalgia, de distancias y abrazos inacabados, esa caña es El Dorado que a todos se nos presenta inalcanzable. Vivimos jornadas que parece que nunca se acabarán con las emociones a flor de piel, días de echar de menos lo que dabas por hecho, de extrañar gestos que hace una semana casi hasta evitabas.
Esa caña es, en definitiva, esa red social que nunca podrán sustituir Facebook, Twitter, Instagram, Tik Tok o las incontables aplicaciones que llenan nuestro móvil y a las que recurrimos para no perecer en el aburrimiento y la tristeza. Nunca podremos saciar las ganas de una con Netflix, HBO, vídeos de WhatsApp o videollamadas.
Vivimos tiempos inciertos, el virus del miedo se ha apoderado de nuestra rutina y de la vida tal y como la conocíamos y no echamos de menos un móvil o un ordenador (quizás porque son de los pocos caprichos modernos que no nos ha arrebatado todavía esta pandemia), sino ese beso esquivado, el café eternamente pospuesto, el vino para el que nunca tienes tiempo o el abrazo que te olvidaste de dar y ahora te mueres por compartir.
Memes, emoticonos muertos de risa, fotos, vídeos y canciones no podrán sustituir jamás ese instante compartido ni la despedida a la que no diste importancia y que ahora no sabes cuándo podrás repetir. Porque ahora que sueño con el momento de tomar la próxima, solo puedo pensar en que el miércoles pasado me tomé una caña, pero no recuerdo ni cómo me despedí. Eso nos hacía la vida antes del virus, no dar importancia a lo fundamental: el contacto con otra piel.