Kabalcanty
Después de la formación del espíritu nacional (Parte 7ª)
Mientras Franco moría interminablemente, yo me seguía enamorando alocada y pasionalmente cual Werther insaciable. Después de la chica del grupo que se parecía a John Lennon, con la que estuve poco más de quince días, me arrebató el alma Pilar Sierra, una amiga de Mar, la hermana de Conchi, la primera chica con la que estuve. Pilar era toda una belleza dulce y cándida de 15 años que era el vivo retrato, como no, de la actriz Susan Hayward, la cual hacía poco me cautivó en el cine con "Las nieves del Kilimanjaro", junto a Ava Gardner y Gregory Peck. La conocí en la cafetería "La pataleta", ese lugar en los que a última hora de la tarde acudía tras dejar a mis amigos a las puertas de alguna discoteca. Sus ojos, angelicalmente celestes, y su timidez, que intentaba paliar con un mohín pueril frunciendo los labios, me dejaron helado en uno de los sillones de eskay de la cafetería. ¡La amaba ya para la eternidad! Su perfil era calcado al de la Hayward, aunque no su cabello liso de suave tonalidad castaña. Pero eso no era escollo para que, desde ese mismo instante, fuera su perrito faldero olisqueando todo sitio por el que ella pasara.
A pesar de que faltó poco, nunca llegué a tener su sí. Anduve revoloteando a su lado algunos meses pero sólo conseguí una promesa en un guateque que nunca llegó a cumplir. Así eran mis arrebatos amorosos: intensos y fidedignos hasta que otra chica, de físico público, se me cruzaba en el camino deslumbrándome.
Así a Pilar Sierra la suplantó en mi corazón Mamen, una Joan Báez del barrio periférico de San Blas. Mis amigos habían ligado un sábado con unas chicas en la discoteca "Osiris" y, solidarios, me llamaron por teléfono para que el domingo les acompañara para conocerlas a un pub, situado en la calle Quintana, que le llamaba "Lex", al cual íbamos muy a menudo.
Esa tarde fue estupenda, me enfundé de nuevo en el obcecado dicharachero con que me trasformaba en grupo y conecté con ellas plenamente. Me fijé en Mamen nada más presentarme a las cinco chicas que componían el grupo y me di cuenta de que a ella yo también le hacía tilín. Como Roque salía con Conchi y Benito con Mar, su hermana, nosotros también éramos cinco con lo que todo encajaba matemáticamente para hacer las típicas parejas.
Al fin de semana siguiente se consumó mi relación con Mamen. Por primera vez, tras un sábado de tanteo y confirmación, el domingo fue el día que estaba a solas con una chica sin la "protección" distante del grupo. Estaba hecho un flan y apenas pude dormir la noche de antes. El domingo se aunaron mi primer beso auténtico con mi primera incursión en el cuerpo femenino. No podía creérmelo, estaba exultante y, porque no decirlo, orgulloso de mi conquista. "Mamen me ama tanto como yo", me decía una y otra vez, yendo en el metro camino de mi casa, mientras la cabeza se llenaba de colores, mi boca degustaba el recuerdo de los besos y mis manos se sentían vacías, desamparadas sin su cuerpo cercano.
Ella estudiaba 1º de psicología en la Universidad Autónoma en el turno de tarde por lo que quedábamos algún día entre semana en la Plaza Castilla, donde tenía la terminal los autobuses que venían de allí. Los días que nos citábamos (y la verdad que otros muchos) dejaba de lado la academia Bilbao e iba a buscarla. Estaba en un estado de sobrexcitación que me impedía hacer cualquier cosa, necesitaba cuatro de mis cinco sentidos para estar con ella fuera física o mentalmente. Así concebía el amor a mis 17 años y pico: una obsesión indómita acaparando mi vida.
Tampoco fue longeva mi relación con Mamen, a pesar de todo mi entusiasmo. Creo que duró como un mes. Terminó, con bastante exactitud, unos quince días antes de morir definitivamente Franco. La fui a buscar un viernes a la Plaza Castilla. La vi rara desde que bajó del autobús, con el rostro grave y los ojos más allá de mí; supongo que miraba el futuro y en él yo no estaba protagonizándolo. La besé en los labios sintiendo su frialdad, sus ganas de no estar allí.
— ¿Has tenido una mala tarde? -pregunté confiado que me dijera que sí, que era sólo eso.
— No es eso -contestó tras varios segundos- Lo que pasa es que creo que esto no marcha.
"Esto", me dije deseando pensar que se refería a sus estudios, a sus ideales de mujer de izquierdas librepensadora, a que el dictador no se moría de una puñetera vez, a que el autobús no funcionaba con la frecuencia que se prometía, a todo menos a lo que temía.
— Me refiero a lo nuestro. No funciona.
Dictaminó cuando la tomé por la cintura.
Anduvimos hasta el metro, poco, diciendo cosas que ya llovían sobre mojado, helados por un viento más que frío de principios de noviembre. Desapareció escaleras abajo en la boca de la estación y con ella toda la ilusión de un mes que me parecía de toda una vida.
Aunque podía haberme metido al metro, sin acompañarla, sólo por ir caliente hasta Carabanchel, preferí coger el Paseo de la Castellana para deglutir mi pena. Estaba desolado, acogido por una soledad que se me hundía en el pecho bajando atascada por mi garganta. No sentía el frío, sólo la mala y única compañía de la melancolía.
Franco murió el 20 de noviembre de 1975. Arias Navarro salió por la tele llorando literalmente la muerte de su caudillo. Más de la mitad de los españoles celebró su fallecimiento, aunque la mayoría en una estricta intimidad recelosa, mientras casi la otra mitad hacía fila para despedir el mermado cuerpo pasando frente ataúd del dictador en la capilla ardiente de la sala de Columnas del Palacio de Oriente. Poco antes, en septiembre, el último gobierno de la dictadura había fusilado a tres militantes del FRAP y a dos de ETA, según sentencia de cuatro consejos de guerra.