Carlos Regojo Solla
El viejo soldado
Contaba sus historias en las noches de invierno ante un público estupefacto que le escuchaba, una y otra vez, narrar las mismas odiseas una y otra vez siempre con algún matiz nuevo.
Hablaba de trincheras, de avances y de estancamiento, de guerra. De como se saludaban hermanos desde trincheras antagónicas, de cuerpos destrozados e irreconocibles, de muertos con las entrañas llenas de tal cantidad de gusanos, que movían el cuerpo y parecían estar vivos, de lluvia y disentería, de raciones de pan duro y latas de sardinas…
-Cagábamos sangre, con el capote puesto. No sabéis lo que puede soportar un hombre, decía.
Supongo que callaría lo peor, como hacemos todos, claro, cuando protagonizamos algo que pueda servir a alguien como experiencia personal o como simple válvula de escape cuando la presión amenaza con reventarte. Cuentas lo que puedes contar y te reafirma; aunque, conociendo su integridad, sé que su arma nunca disparó porque sí, y que la maldita guerra reafirmó su integridad logrando llegar a la oficialidad de forma honorífica, sin academia, como recompensa a su valor.
Un día, de regreso de un viaje hecho a Asturias, nos desviamos hacia Escamplero. Subimos unas colinas y en un lugar determinado, entre dos robles corpulentos, señalando el espacio entre ambos árboles, me dijo:
¡ Ahí!, ¿ ves?. Ahí dormía yo en una hamaca cuando cayó el proyectil de una bateria enemiga situada enfrente. Ahí impactó y ahí sigue. No me enteré hasta que me lo dijeron. Luego quedó callado y su rostro adquirió el gesto afilado de un llanto por romper que yo conocía bien.