Kabalcanty
Una hechicería de viento
Las cigüeñas picotean trajes sanitarios buscando la ansiada comida entre la montonera de detritos. La incineradora de Valdemingómez eleva su chepa sobre los montones de basura del vertedero. Cientos, miles de cigüeñas vuelan circundantes sobre las montañas de basura hasta que encuentran el hueco oportuno que cede alguna compañera. Se afanan, apartando sarga sanitaria, guantes, mascarillas, desde el taladro de sus picos casi sin levantar cabeza y, cuando la elevan, miran sin mirar al cielo hasta que su cuello largo traga. Están tranquilas, alborotadas por su afán predador, pero calmas porque nadie las impedirá seguir su tarea. Luego, poco antes del ocaso, volarán hasta las antenas de Vallecas-pueblo.
Me siento viento podrido yéndome de Valdemingómez, imaginando la levedad del aire y los ojos vidriosos cortados por la velocidad. La mente viajera, fomentando quimeras, distribuyendo su arbitrariedad desde un cuarto, diciendo de gigantes y cabezudos, de soldados agonizantes o de virus dañinos que, invisibles, aniquilan.
En la carretera de Valencia pasan algunos coches veloces, prepotentes ante la vaciedad de la autovía. La gasolinera es un remanso de paz, los surtidores sestean o se desperezan vagos cuando surge el tapón de combustible de algún auto peregrino.
Recorrer la autovía de circunvalación M-40 tensándote el rostro, respirando el aire depurado de ahora, es vitalizante. Tráfico escaso, línea interminable en el horizonte, pavor en un fin que parece irrefrenablemente mortal.
Desciendo en la Plaza de Legazpi para convertirme en una huella sobre la baranda coronando el río Manzanares. Patos que nadan apacibles entre pájaros que transitan las riberas llegando hasta las aceras. Hay tanto silencio que se empeñan ser viandantes alados descifrando el parpadeo de los semáforos.
— Esto va para largo, señora Pepa.
Dice una mujer madura tirando de su carrito de compra. Lleva una mascarilla casera hecha con un pañuelo y cinta elástica. Su interlocutora asiente triste, su cara pinta ojeras colgantes que acentúan la blancura de su mascarilla.
— Si mi Paco lo hubiera conocido, el pobre, seguro que diría que es el fin del mundo, Ángela.
Se distancian en el puente sobre el río, cada una en dirección contraria.
El Paseo de las Delicias sube desértico la cuesta como si las aceras y la calzada fueran peatonales ambas. Un soplo súbito me arrastra hasta engancharme a un banco público; huelo silencio y oquedad a la vez que una paloma se acerca intuyendo mi presencia. Picotea al aire, mi cuerpo es sólo una ameba que se extiende según el capricho del viento.
Los bares tienen cerradas sus vistas con papel de embalar, con telas oscuras que combaten anacronismo. Entre las rendijas, sillas apiladas, mesas polvorientas, grifos de cerveza secos que observan libidinosos vasos opacos. Los comercios han dejado sueltos a los maniquíes para que vistan sus telas dormidas, sus camisas rígidas en las perchas, sus pantalones sin piernas a mano. Los muñecos parecen escudriñarme desde sus cuencas vacías; sus cuellos agarrotados se giran vencidos de tanta desnudez. En los escaparates se reflejan los árboles del Paseo blandiendo sus ramas salvajes como la impronta de su recobrado poderío. Las calles están aseadas y lucen en una exposición austera a puerta cerrada.
En la Glorieta del Emperador Carlos V se me deposita indeciso (el viento ha calmado su brisa) en mitad de la calzada. Una hoja orbicular-ovalada de tilo me sirve de cama y remuevo sus dientes sin sentir su aspereza. Está fresca, recién caída, con lo que mi cuerpo ingrávido se pega y amolda.
El capricho de un soplo me manda por el Paseo del Prado. Sin colas en su Museo; frente a los lienzos se agrupan los fantasmas curiosos de todos los que pasaron por allí. Velázquez, sin que nadie eleve su vista hacia su pedestal, duerme su osamenta pétrea hasta que escuche el bullicio de los perseguidores culturales. El Museo es un panteón esperando recuperar la sal de la vida: el movimiento.
Neptuno deja su vista granítica, con el mantra a sus pies de la incesante fuente, en la Plaza de las Cortes, en la Carrera de San Jerónimo, como reclamando algún atisbo de cola de sirena en cualquier recodo.
Alguien que cruza soliviantado la Plaza, autobuses semivacíos moviendo el aire que me precipita frente al Hotel Palace. El portero, con mascarilla bajo su gorra de plato y su perfil de galán años 50, escudriña la hoja del tilo y la patea para alejarla de su puerta, de mí. Le pido, más lejos, a Cervantes que baje de su estatua para traerme uno de los leones de la puerta del Congreso de los Diputados. Se lo digo con un acopio de aliento, un silbido ulterior que casi me desvanece, pero el bueno de don Miguel sólo me envía una atormentada mirada que pone en jaque a los leones del Congreso.
Después alcanzo un jirón de nube que, resbaladiza y obsequiosa, sigue a un remolino inquieto. Vuelo más alto. Sonrío. Vibro por encima de las calles Zorrilla, Cedaceros, Príncipe para posarme en la Plaza de Canalejas. Saludo a la nube, beso su cola vaporosa, y ella, mimosa y enamorada, me manda una pizca de algodón dulce dentro de un beso evanescente que escurre por mis labios vítreos y se escabulle, endiablado, invertebrado, por la junta de una baldosa de la acera.
En la Plaza de Canalejas me encuentro con el Café del Príncipe. Tapiado por unos cortinones de muletón, me invaden tiempos de jarras de cerveza y cigarrillos de boquilla dorada. En este Café estrené mi sombrero un día de enero de hace más de quince años. Tiempos purificados en la memoria, tiempos tan lejanos en la bienintencionada confinación. Vislumbro en su escaparate telonado, entre el ir y venir de una mosca primaveral, la figura erguida de un tipo con sombrero que me saluda tocándose el ala. Adiós, amigo.
Pero el recuerdo es breve porque, de nuevo a merced del aire, ruedo hasta la Puerta del Sol. La explanada es una mar cerámica reposada, un páramo yermo donde el silencio y la soledad es un culto que trasciende fachadas, osos y madroños. Allí ni el viento sopla, solamente un agolpamiento de duendes que pretenden hacerse notar moviendo enérgicamente sus cabezas de calabaza. Cierro los ojos para hacerme real, turgente para tener peso y, acaso, llorar porque nadie me verá.
Atardece. Las sombras toman el paso y todas las fantasías se vuelven demasiado oscuras, sobradamente homogéneas.